La solución no es olvidar. ¿De qué sirve obligarte a olvidar a alguien que no puedes olvidar? ¿Realmente es correcto olvidar? ¿No nos estaríamos engañando a nosotros mismos? Por mi condición de perfeccionista enfermizo siempre intento hacer lo mejor posible, mejorar cada día un poco más, y por eso creo que lo he hecho en la medida de mis posibilidades de la manera más adecuada. ¿De qué me sirve huir de mis sentimientos, meterlos en una caja, encerrarlos en una habitación oscura? De nada, porque siempre seguirán ahí, sepultados bajo capas de pensamientos, evadiéndome de ellos.
La solución tampoco es el silencio. Hablando se entiende la gente, o eso dicen, siempre y cuando los interlocutores sean medianamente civilizados y, sobre todo, humanos. ¿Somos capaces de dejar a un lado el resentimiento, el rencor, el orgullo? Considero que sí puedo, pero muchas personas no, desfavorablemente para ellas y los demás. ¿Quién tiene la culpa? No lo sé, la verdad, pero parece ser que resulta molesto hablar de pensamientos y sentimientos, cuando no puede haber nada más sano que una comunicación fluida y transparente entre las personas. La verdad duele, pero por otra parte no deja espacio para la incertidumbre, lo cual es ideal de cara a evitar pensamientos equivocados. Sabiendo la verdad puedes adaptarte a ella, siempre y cuando no suponga un miedo.
Todos tenemos miedos, y sólo hay dos conductas posibles ante nuestros temores: huir o enfrentarnos. Cuando nos empeñamos en hacer desaparecer algo, en actuar como si no existiera, eso es huir. Cuando miras de frente a tus miedos, los entiendes y aprendes a vivir con ellos de manera que los transformas en algo normal, eso es enfrentarse y salir victoriosos. Sí, la vida es una lucha continua, una guerra en la que ya se conoce el final, llena de pequeñas batallas cuyos resultados son los que le dan sentido a nuestra existencia. Siempre lucharemos contra todo y todos, pero las peores batallas serán las que tendremos contra nosotros mismos, y serán las más importantes.
Ahora mismo hablo desde la posición de alguien que ha ganado, y también perdido, muchas y difíciles batallas contra sí mismo por causa de otras personas, y miro a esas personas que han encontrado soluciones que a mis ojos parecen fáciles. Lo que ocurre es que a menudo las soluciones más fáciles no son las más correctas. Incluso, muchas de esas soluciones no son tales, más bien son inconclusas, parches para un problema que se sigue manteniendo en el tiempo. El orgullo, maldito orgullo, causa de perpetuación de situaciones incómodas, pero eso ya está en los dominios de cada uno, ahí no puedo hacer nada. Incluso, si intentase hacer algo estaría reforzando ese orgullo y, por extensión, la situación.
Es por eso que me sigo manteniendo en mi lugar sin esconderme, a la vista de todos, con un cartel luminoso que dice “Bienvenidos”, esperando pacientemente a que alguna de esas personas toque a la puerta y se enfrenten al miedo que les supongo. En fin, lo único que queda son esperanzas, como Pigmalión, y probabilidad.