Tú iluminas mi habitación con tu piel desnuda y lo cierto es que no me gusta la oscuridad. Las luces son demasiado brillantes, o eso dices. Mejor las apagamos y empezamos a conversar. Tu mirada en la oscuridad te delata, sé que me deseas, pero si prefieres puedo actuar como que no lo sé... ¿Quién enciende la luz? De nuevo nos ha amanecido. Te vistes y coges tu abrigo, tienes que irte otra vez. Ante todos actúas como si no me hubieras visto. No pasa nada, he aprendido que puedo aparentar. Estamos conectados, no ocultes los sentimientos, pero claro, no está bien, el miedo al qué dirán. Pero me siento atraído por la manera en que te mueves y me tienes ahogándome por las cosas que sabes y ahora ya nada puede detenerme. No estoy teniendo en cuenta las reglas, porque esto está fuera de todo control. No trato de buscar las palabras adecuadas porque ya las has escuchado cientos de veces. Ya es demasiado tarde, sé que te tengo atrapada. Al diablo con las reglas, ¿quién las impuso? Todo esto se escapa de nuestro control.
Un epitafio
A menudo pienso que malgasté mi oportunidad contigo.
Quizá es una tontería, tal vez no es más que mi mente lógica tratando de imponerse sobre mi instinto emocional, tan sólo mi cerebro tratando de gritar argumentos más fuertes que los lupinos aullidos de mi atracción por ti. A lo mejor en realidad nunca fue… O nunca fue realidad… Pero los hechos me obligan a negarme a creerlo. Porque no fue algo figurado, no fue platónico, no fue fruto de una febril alucinación; los dos nos dijimos verdades, y por eso brotó el torrente de lava ígnea tanto tiempo guardado.
Pero de nuevo pienso que no aproveché el momento.
Porque lo cierto es que la sensación de pérdida que noto en el pecho y en el estómago es muy real, una somatización de la impotencia de la situación. Pero esa reacción visceral no surge por no poder cambiar mis decisiones pretéritas, no soy de los que se arrepienten del pasado, sino por no ser capaz de modificar el presente para lograr un futuro ideal, más amable, más natural, menos desapacible. Un porvenir, donde las noches estén regadas de tu respiración entrecortada por mis labios sobre los tuyos, mis dedos sobre, alrededor y dentro de tu piel, y que luego den paso a mañanas con tu pelo enredado sobre mi cara, descansando sobre tus pechos desnudos, con tu mano acariciando mi espalda.
Como cuando la claridad del alba delató a nuestros cuerpos, ya tarde.
Porque entonces el irrefrenable ímpetu de la pasión nueva se había marchado sin despedirse, dejando un hueco que ocupó el hastío excusado, el malestar tras la tormenta, los ruidos de pasos tras la puerta. Y yo no me daba cuenta de las señales porque tan sólo miraba tus ojos, besaba tu hombro, apretaba tu cuerpo contra el mío, y quería detener el vaivén del péndulo, el goteo de la clepsidra, el último grano de arena de aquel reloj en un instante eterno.
Y ahora, nuevamente, siento que el tiempo pasó demasiado rápido.
Porque después de ese estúpido protocolo de minutos, horas y días nos encontramos en los postreros momentos de algo que quizá pudo ser y no fue. Es inútil hablar de culpables, la responsabilidad de las propias decisiones recae en cada cual, y las intenciones no son importantes, tan sólo las consecuencias. Por eso, a mi manera, cargo con todo esto como el penitente que lleva un cilicio o se flagela para expiar alguna culpa que adivina como suya, como una sisífica piedra que empujar montaña arriba, como una sucesión de palabras escritas en el vacío con mi sangre y que nunca llegarán a su destino.
Un epitafio que reza «Aquí yace una nueva ilusión».
Mis ojos
Por favor disculpa a mis ojos porque buscan el mar donde no debería estar, y al ver el sol tras el cristal me hacen pensar que hará calor. Igual que pienso en quién era yo para ti y para mí, y cómo, tan falto de todo y nada, confundía lo que había entre nosotros con el amor. Tenías mis latidos a tu merced, a veces clavados como punzadas, cuando me hacías pensar que llegaba el final. Otras, como tormentas con truenos, cuando querías volver a entrar, y yo siempre te dejaba. Y te decía que siempre habría sitio para ti, incluso cuando no lo había, pero yo lo buscaba, desechando otras cosas sólo para hacerte un hueco en mi corazón. Si sabes que sólo quiero nadar en tu mar y acabo siendo un barco varado entre dunas. Si sabes que sólo quiero bañarme en tu calor y tan sólo eres dolorosamente fría. Aún mis ojos sueñan con un amor, ¿quién no lo hace cuando tu compañía es ausencia? Dime... Dime por qué, ¿por qué siempre confundes mis ojos?
El contrato
Escuchas el redoble de tambores, ruido conocido largo tiempo atrás. En tu pecho una tormenta, golpear violento de un corazón indomable ante la imagen anhelada de la belleza. Ella, siempre es ella, endiosada figura vestida desnuda bajo la mirada del deseo. De pronto, sacudidas recorren tu cuerpo despertándote de la hipnosis por sus formas. Un olvidado péndulo que de pronto oscila rítmico, se detiene, regresa, para de nuevo repetir su paseo. ¿Amor? Tal vez, o tal vez no lo sea, sólo pasión. ¿Realmente importa en este momento? Cuando dos bocas firman un contrato nadie asegura su duración, tan sólo se desea que no acabe.
No es nada fácil
Que sepas que no es nada fácil cuando despierto de madrugada con frío, temblando en la cama. Y al girarme te huelo, y en la oscuridad te tiento para calmar lo que siento, pero es sólo tu olor en mi almohada. Que sepas que no es nada fácil cuando a mi lado te veo pasar y un silencio helado me hace callar. Y quiero poder decirte que tienes razón, que soy cobarde, sin agallas, por no animarme a tan sólo dejarme llevar. Que sepas que no es nada fácil no mirate, tan lejos y tan cerca cuando tan sólo ayer besaba tu nuca. Porque aún perdura el recuerdo sobre mis labios, aquellos besos mudos, de cuando nos unimos en el nudo de quien al fin encuentra lo que busca. Que sepas que no es nada fácil arrancar del pecho la esperanza apostando todo o nada a la ausencia. Para luego darte cuenta que esa presión que tanto aprieta no abandona, se aferra a la puerta y más se clava como una lanza. Pero supongo que tú ya lo sabes, que no es nada fácil... Sentir.
Debí llorar
Canción original del dúo de compositores cubanos Giraldo Piloto y Alberto Vera, versionada por Silvia Pérez Cruz y Javier Colina Trio.