Siempre había exigido de las mujeres, a las que amara, espiritualidad e ilustración, sin darme cuenta por completo nunca de que la mujer, hasta la más espiritual y la relativamente más ilustrada, no respondía jamás al logos dentro de mí, sino que en todo momento estaba en contradicción con él; yo les llevaba a las mujeres mis problemas y mis ideas, y me hubiese parecido de todo punto imposible amar más de una hora a una muchacha que no había leído un libro, que apenas sabía lo que era leer y no hubiese podido distinguir a un Tchaikowski de un Beethoven; María no tenía ninguna ilustración, no necesitaba estos rodeos y estos mundos de compensación; sus problemas surgían todos de un modo inmediato de los sentidos. Conseguir tanta ventura sensual y amorosa como fuera humanamente posible con las dotes que le habían sido dadas, con su figura singular, sus colores, su cabello, su voz, su piel y su temperamento, hallar y producir en el amante respuesta, comprensión y contrajuego animado y embriagador a todas sus facultades, a la flexibilidad de sus líneas, al delicadísimo modelado de su cuerpo, era lo que constituía su arte y su cometido. Ya en aquel primer tímido baile con ella había yo sentido esto, había aspirado este perfume de una sensualidad genial y encantadoramente refinada y había sido fascinado por ella.
Hermann Hesse. El lobo estepario