Otra entrega más de la serie de suicidios. No sé hasta cuándo durará, pero mientras tanto seguiré con las historias que me enganchan mientras las escribo. Creo que el escritor es el que más disfruta de sus textos, no los lectores.
Allí estaba en aquella sala anodina del Hospital, rodeado de aparatos con pitidos intermitentes y con su hija conectada a un respirador artificial. ¿Por qué se había querido suicidar? No podía evitar sentirse culpable por todo aquello, por lo que había pasado hacía tantos años y le había costado su relación con su hija. Fue ella la que le prohibió ponerse en contacto, no quería saber nada de su padre y no la culpaba.
Pero no quería seguir nadando en las frías aguas del pasado, ahora estaba allí con ella, agarrándole fuertemente la mano con la esperanza inconsciente de hacerla despertar con aquel estímulo. Pero sabía que no iba a ser así, los milagros sólo aparecen ante la ignorancia y él sabía tanto del cerebro humano que no había lugar a dudas. Las pastillas le habían causado un daño irreversible, tanto que hasta el tronco cerebral había quedado dañado, de ahí que necesitase de una máquina para poder respirar.
Se quedó mirando el goteo del suero pensando, recordando, torturándose. Aquella iba a ser su forma de alimentación a partir de ahora, el tubo que tenía dentro de la boca iba a ser sustituido por una traqueostomía, su bello cuerpo se iría demacrando día tras día, incluso con los cambios posturales y la fisioterapia, y nunca despertaría de aquel sueño. En realidad prefería pensar que era un sueño que nunca iba a acabar, porque si despertaba algún día sabía que no volvería a ser su hija, sería un alma atrapada en un recipiente.
Se había quedado en estado vegetativo, desconectada completamente de su parte consciente, controlada por el sistema autónomo del cuerpo, e incluso éste ya estaba fallando porque necesitaba de un respirador artificial. Sabía cuál era el futuro que le esperaba a su pequeña, estar conectada permanentemente a aquella máquina que la mantenía con vida.
¿Vida? Aquello no se podía considerar vida, abandonada a funciones primitivas sin poder controlar su propio cuerpo, sin conciencia alguna de lo que le estaba sucediendo. Se maldijo a sí mismo por aquel pensamiento, no podía soportar la verdad que le mostraba el conocimiento y entonces comprendió que la ignorancia es un don que permite a aquellos que lo han perdido todo conservar su bien más preciado: la esperanza. Él era rico y famoso en el mundo médico como un eminente neurólogo, no podía negar que tenía todo lo que quería, pero carecía de esperanza.
Sabía que su hija no sufría, ya no sentía dolor alguno debido a la sedación que le habían administrado y al daño neurológico que se había infligido, pero sabía que sufriría a través de él. Tomó la decisión y fue a hablar con el médico que estaba a cargo de su hija dispuesto a suplicarle. Se acercó a él y le dijo las palabras que todo médico teme oír por las connotaciones que suponía. Su reacción era previsible, no todos los días alguien pide la muerte para su hija.