Este relato está basado en hechos reales, un suceso ocurrido hace ya bastantes años.
Mientras tanto, en el otro lado de La Laguna, un hombre ya cansado de vivir y aguantar a su mujer, a sus hijos y su trabajo decide suicidarse en el garaje de su casa. Lo tiene todo preparado: una cuerda atada a la viga del techo con el nudo listo, una silla colocada debajo para poder subirse en ella, una bombona de butano [C3H6] de 14 litros con la boca trucada para que expulse rápidamente el gas y el coche aparcado en la calle para tener espacio.
De pronto se escucha una explosión, como si un obús hubiese caído del cielo silenciosamente y hubiese explotado a traición. Confusión, miedo, incertidumbre. «¿Habrá sido Bush que ha comenzado la guerra contra nosotros?» piensa la señora que vive en la casa de al lado mientras comprueba que la pared de su casa se ha resquebrajado por dentro, está llena de grietas. «¿Qué demonios ha pasado en la casa del vecino?«
Cuando sale a la calle se encuentra una escena de lo más extraña porque la puerta del garaje, con la pintura chamuscada, está en la otra acera con los hierros retorcidos. Se asoma para poder escrutar el interior del garaje y su mirada pasa de la bombona reventada a la pared ennegrecida, luego se fija en un trozo de cuerda humeante que cuelga del techo con el extremo deshilachado, luego a la pared que comparte su casa con la del vecino y observa que hay una forma blanca y alargada impresa contra el fondo negro, pero nada de esto la podía haber precavido sobre lo que yace en el suelo…
Un grito desaforado resuena en el interior del garaje, y comienza a andar hacia atrás presa de un ataque de nervios, tembando desde la cabeza a los pies. Allí está el hombre pero no es él, su piel parece madera chamuscada y por las grietas supura su propia grasa. Parece que está desnudo, pero simplemente su piel se ha pegado a sus ropas y forman un único envoltorio. Y algo le rodea el cuello y cae sobre su pecho, seguramente el otro extremo de la cuerda.
Las ideas se le agolpan en la cabeza e intentan salir pero no pueden. Quiere correr pero parece que todo va a cámara lenta, quiere huir de aquel sitio. De pronto se tropieza y cae sobre la puerta del garaje, aún no se ha dado cuenta que continúa gritando hasta que poco a poco comienza a oír su propia voz a lo lejos. Se intenta levantar pero sus piernas no la pueden sostener y cae sobre el asfalto, sobre un charco de aceite de motor. Quiere dejar de mirar a lo que una vez fue su vecino pero sus ojos se niegan a responder, sus pupilas están clavadas en él.
Al fin consigue llevarse las manos a la cara y puede descansar de la espantosa visión cubriéndose los ojos con las manos sucias de aceite. Tiene que llamar al 112, a la Policía, a quien sea, pero lo tiene que hacer cuanto antes. No quiere volver a mirar allí, así que le da la espalda a la dantesca escena, abre los ojos y entonces comprueba que no era aceite.
Debajo de la puerta de hierro se asoma una mano, con un anillo en el dedo anular que le resulta tan familiar que comienza de nuevo a gritar. Ahí está su hija mayor.