– … y es por eso por lo que nadie te quiere…
Ella giró su cara ocultando las lágrimas que brotaban de sus ojos, espejos de su alma dolida por mis palabras. Y es que no hay peor ofensa que la verdad misma, porque cada palabra se clava dentro con la fuerza de la certeza de lo innegable. Secas ya sus lágrimas me volvió a mirar a los ojos para increparme por cada letra de cada palabra dicha.
– No culpes al espejo por el reflejo que ves en él -le dije.
Y allí la dejé, silenciosa, rencorosa, dolida y odiándome, tal vez hasta la eternidad.