Aprende a suicidarte (y III)

Este relato está basado en hechos reales, un suceso ocurrido hace ya bastantes años.

garajeMientras tanto, en el otro lado de La Laguna, un hombre ya cansado de vivir y aguantar a su mujer, a sus hijos y su trabajo decide suicidarse en el garaje de su casa. Lo tiene todo preparado: una cuerda atada a la viga del techo con el nudo listo, una silla colocada debajo para poder subirse en ella, una bombona de butano [C3H6] de 14 litros con la boca trucada para que expulse rápidamente el gas y el coche aparcado en la calle para tener espacio.

De pronto se escucha una explosión, como si un obús hubiese caído del cielo silenciosamente y hubiese explotado a traición. Confusión, miedo, incertidumbre. «¿Habrá sido Bush que ha comenzado la guerra contra nosotros?» piensa la señora que vive en la casa de al lado mientras comprueba que la pared de su casa se ha resquebrajado por dentro, está llena de grietas. «¿Qué demonios ha pasado en la casa del vecino?«

Cuando sale a la calle se encuentra una escena de lo más extraña porque la puerta del garaje, con la pintura chamuscada, está en la otra acera con los hierros retorcidos. Se asoma para poder escrutar el interior del garaje y su mirada pasa de la bombona reventada a la pared ennegrecida, luego se fija en un trozo de cuerda humeante que cuelga del techo con el extremo deshilachado, luego a la pared que comparte su casa con la del vecino y observa que hay una forma blanca y alargada impresa contra el fondo negro, pero nada de esto la podía haber precavido sobre lo que yace en el suelo…

Un grito desaforado resuena en el interior del garaje, y comienza a andar hacia atrás presa de un ataque de nervios, tembando desde la cabeza a los pies. Allí está el hombre pero no es él, su piel parece madera chamuscada y por las grietas supura su propia grasa. Parece que está desnudo, pero simplemente su piel se ha pegado a sus ropas y forman un único envoltorio. Y algo le rodea el cuello y cae sobre su pecho, seguramente el otro extremo de la cuerda.

Las ideas se le agolpan en la cabeza e intentan salir pero no pueden. Quiere correr pero parece que todo va a cámara lenta, quiere huir de aquel sitio. De pronto se tropieza y cae sobre la puerta del garaje, aún no se ha dado cuenta que continúa gritando hasta que poco a poco comienza a oír su propia voz a lo lejos. Se intenta levantar pero sus piernas no la pueden sostener y cae sobre el asfalto, sobre un charco de aceite de motor. Quiere dejar de mirar a lo que una vez fue su vecino pero sus ojos se niegan a responder, sus pupilas están clavadas en él.

Al fin consigue llevarse las manos a la cara y puede descansar de la espantosa visión cubriéndose los ojos con las manos sucias de aceite. Tiene que llamar al 112, a la Policía, a quien sea, pero lo tiene que hacer cuanto antes. No quiere volver a mirar allí, así que le da la espalda a la dantesca escena, abre los ojos y entonces comprueba que no era aceite.

Debajo de la puerta de hierro se asoma una mano, con un anillo en el dedo anular que le resulta tan familiar que comienza de nuevo a gritar. Ahí está su hija mayor.

Aprende a suicidarte (y II)

A partir del suceso del otro día he decidido crear una mini-serie de varios capítulos sobre el tema del suicidio. «Vaya tema más macabro te has buscado» pensarán algunos, pero creo que no hay que omitir lo que es realidad, sería un ejercicio de hipocresía.

¿Dónde coño está la bala? Seguro que todo el mundo que haya leído la historia se estará preguntando eso, y los médicos de Urgencias del Hospital también se lo preguntaron. Cuando examinaron la herida se dieron cuenta que no había orificicio de entrada ni de salida, simplemente la bala pasó tangencialmente transversalmente por debajo de la mandíbula rajando la piel y la carne como un bisturí con la hoja caliente y sin afilar, dejando como resultado una herida con una forma feísima y unos bordes irregulares y quemados. El músculo geniohioideo [el encargado de abrir la boca] estaba inservible y el resto de músculos estaban bastante afectados.

Ningún médico, en los años de preparación para la carrera, había visto algo tan horrendo. Las prácticas con cadáveres, el pestazo a formol [formaldehído, aldehído fórmico + alcohol metílico], no tenían nada que ver con esto. Aquel hombre estaba vivo y tenía el cuello abierto. Aquello era tarea para el cirujano, a ver qué podía hacer con él. No sé cómo habrá quedado después de la operación, pero tengo constancia de que está en la UVI, monitorizado y atado a la cama para evitar nuevas tentativas de autolisis [suicicio en argot médico].

Ahora que lo pienso, no sé si en España está penado el intento de suicidio con algún tipo de sanción… Bueno, a todas estas, ¿encontraron la bala o no? Pues sí, los policías que se presentaron en la casa del sujeto encontraron un charco de sangre en el suelo, un cuadro con un poster agujereado de la Virgen de Candelaria y un projectil incrustado en la pared.

Sus pechos

Relato acerca de unos pechos. Creo que no llega a ser erótico, pero por si las moscas le pongo el tag.

Testigos de Jehová

Pequeño relato de mi diario personal.

Acababa de llegar de trabajar después de salir tarde de la Ciudad Deportiva, qué raro. Encontré aparcamiento de puro milagro, justamente estaba saliendo un coche y yo ocupé su lugar justo debajo de mi casa. A partir de las cinco de la tarde se va haciendo cada vez más difícil encontrar sitio para dejar el coche, todo porque el Ayuntamiento tomó la decisión unilateral de quitar seis aparcamientos y hacerlos exclusivos para la comisaría de Policía Local que hay al lado de mi casa, en los salones del edificio de Correos. Lo gracioso de todo esto es que no es para los coche patrulla, no señor, para tal fin ya existen cuatro aparcamientos requisados y pintados de color amarillo con una señal de aparcamiento restringido al lado. Los seis aparcamientos son para los coches particulares de los policías, para que no tengan problemas de estacionamiento a la hora de dejar sus coches.

Busqué la llave del portal del bloque dentro del pequeño bolso que siempre llevo para no tener los bolsillos de los pantalones a reventar, abrí la puerta y allí estaban. El vecino del primer piso estaba acompañado de dos mujeres bien vestidas con las que conversaba. Durante los tres segundos que transcurrieron mientras recorría el espacio que separa la puerta de la escalera me dio tiempo de observar que las mujeres eran testigos de Jehová por las revistas que tenían en las manos.

El vecino del primero es un señor mayor con calva y con bigote y que siempre ha sido bastante hablador. Una vez me contó que todos los fines de semana envía una carta de opinión al periódico El Día y no sé si las envía por su afición a hablar mucho o es que habla mucho porque no se las publican. Tampoco sé si su mujer, sus hijos o sus nietos le escuchan o si le tienen prohibida su verborrea, sólo sé que si te ve en la escalera no te saludará como el resto de los vecinos. Esos vecinos con los que no tienes mucha relación te ven pasar y te obsequian con un saludo escueto pero este vecino no, lo más corto que me ha dicho alguna vez ha sido un «hola mi niño, ¿qué tal todo?» pronunciado con muchísima parsimonia. Mi respuesta siempre es la misma, «bien» mientras sonrío y él me contesta con un «me alegro» con el mismo ritmo lento.

Las testigos de Jehová eran las que estaban recibiendo el sermón y no como suele ser normalmente, cuando te abordan en la puerta de tu casa contándote sus cosas. La vecina de al lado ha puesto una pegatina en la puerta:

Somos católicos. No cambiamos de religión
Por favor, no insita.

Hace tiempo que no no han vuelto a molestarla, y lo curioso es que a mí tampoco incluso sin tener una pegatina. Creo que el vecino del primero está realizando una importante labor para toda la comunidad de vecinos.

El origen del fallo

Un relato antes de acostarme para no perder la práctica.

Ouroboros

João Linguaferro

Otra historia que se me ocurrió así de pronto sólo porque escuché en la radio algo sobre alguien apellidado Ferro. Entonces hice una relación entre Ferro y algo de hierro y me imaginé alguien con la lengua de hierro, que siempre decía lo que pensaba. A partir de ahí todo salió de la improvisación.

RestJoão era un señor de piel oscura, requemada por el sol, que le hacía aparentar más de los cincuenta años que cargaba a su espalda. Nunca fue muy amigo de nadie tal vez porque siempre decía lo que pensaba sin importarle las consecuencias. Después de todo, su apellido tenía mucho que ver con su forma de ser. Las causas de su comportamiento eran atribuidas por algunos a una indiferencia total por las personas mientras que otros bajaraban la posibilidad de que estuviese loco.

Ni los unos ni los otros acertaban, ya que sólo a mí me confesó la verdad. Lo conocí la misma tarde que llegué a aquel pueblecito olvidado de la mano de dios en el bar cercano a mi apartamento. Escuché un disparo y salí corriendo para ver qué sucedía, por si había algún herido y sí que lo había.

Sobre el entarimado yacía él con su piel arrugada cubierta con sangre que manaba de su pecho. Al parecer un comentario de los suyos había molestado más que de costumbre y como respuesta había recibido un balazo.
-¡Pues sí que tengo que estar jodido si ya está aquí el enterrador!-dijo tosiendo sangre por la boca.

Me quedé paralizado a poca distancia de él por las palabras que me había dedicado, así que supuse que le habían hablado sobre mí y mi trabajo. Me repuse y me acerqué a él para intentar ayudarlo mientras todos los demás se alejaban o bien se giraban hacia otra parte, tal era la simpatía que proferían por el pobre viejo moribundo. Entonces João me agarró por el cuello y me dijo aquellas palabras al oído entre los estertores:

-Nunca quise que me apreciaran. Así nadie sentiría la muerte de este viejo…

Y allí murió, en el suelo del bar atendido por la única persona que asistió a su entierro. Por las tardes, cuando las últimas luces despuntan en el horizonte, me suelo sentar al lado de su tumba a charlar con él, porque sé con certeza que es la única persona sincera que conozco.