Pensamiento del día

El verdadero terror no proviene de los temores sino de los miedos irracionales.

Qué situación más mala es esa de andar aguardando con esperanza algo que sientes que no va a ocurrir.

Estar rodeado de una multitud y sólo querer estar con una persona no significa que estés enamorado, es una forma menor de obsesión que es a menudo confundida con el amor.

Conversaciones con Demian

Frau Eva asistía con frecuencia a estas conversaciones pero nunca hablaba de esta forma. Era para cada uno de nosotros, cuando exteriorizábamos nuestros pensamientos, un oyente atento, un eco lleno de confianza, de comprensión; parecía que todos los pensamientos manaban de ella y volvían a ella. Estar a su lado, oír de vez en cuando su voz y participar en la atmósfera de madurez y espiritualidad que la rodeaba era para mí la felicidad.

Ella notaba en seguida cuándo se producía en mi un cambio, una confusión o una renovación. Me parecía que los sueños que yo tenía al dormir eran inspiraciones suyas. Muchas veces se los contaba y le resultaban comprensibles y naturales; no había dificultades que ella no siguiera con su clara intuición. Durante un tiempo tuve sueños que eran como reproducciones de nuestras conversaciones del día. Soñaba que todo el mundo estaba revolucionado y que yo, solo o con Demian, esperaba tenso el gran destino. Este permanecía oculto pero llevaba los rasgos de Frau Eva: ser elegido o rechazado por ella era el destino.

A veces me decía sonriente:

–Su sueño no está completo, Sinclair, ha olvidado usted lo mejor.

Y podía suceder que yo volviera a recordar nuevos fragmentos y no pudiera comprender cómo antes los había olvidado.

De vez en cuando me sentía inquieto y los deseos me atormentaban. Creía no poder resistir verla junto a mí sin estrecharla entre mis brazos. También esto lo notaba en seguida. Una vez estuve varios días sin aparecer; por fin volví confuso y ella me condujo a un lado y me dijo:

–No debe usted entregarse a deseos en los que no cree. Sé lo que desea. Pero tiene que saber renunciar a esos deseos o desearlos de verdad. Cuando llegue a pedir con la plena seguridad de que su deseo va a ser cumplido, éste será satisfecho. Sin embargo, usted desea y al mismo tiempo se arrepiente de ello con miedo. Hay que superar eso. Voy a contarle una historia.

Y me contó la historia de un muchacho enamorado de una estrella. Adoraba a su estrella junto al mar, tendía sus brazos hacia ella, soñaba con ella y le dirigía todos sus pensamientos. Pero sabía, o creía saber, que una estrella no puede ser abrazada por un ser humano. Creía que su destino era amar a una estrella sin esperanza; y sobre esta idea construyó todo un poema vital de renuncia y de sufrimiento silencioso y fiel que habría de purificarle y perfeccionarle. Todos sus sueños se concentraban en la estrella. Una noche estaba de nuevo junto al mar, sobre un acantilado, contemplando la estrella y ardiendo de amor hacia ella. En el momento de mayor pasión dio unos pasos hacia adelante y se lanzó al vacío, a su encuentro. Pero en el instante de tirarse pensó que era imposible y cayó a la playa destrozado. No había sabido amar. Si en el momento de lanzarse hubiera tenido la fuerza de creer firmemente en la realización de su amor, hubiese volado hacia arriba a reunirse con su estrella.

–El amor no debe pedir –dijo–, ni tampoco exigir. Ha de tener la fuerza de encontrar en sí mismo la certeza. En ese momento ya no se siente atraído, sino que atrae él mismo. Sinclair: su amor se siente atraído por mí. El día que me atraiga a sí, acudiré. No quiero hacer regalos. Quiero ser ganada.

Un tiempo después me contó otra historia. Se trataba de un enamorado que amaba sin esperanza. Se refugió por completo en su corazón y creyó que se abrasaba de amor. El mundo a su alrededor desapareció; ya no veía el azul del cielo ni el bosque verde; el arroyo ya no murmuraba, su arpa no sonaba; todo se había hundido, quedando él pobre y desdichado. Su amor, sin embargo, crecía; y prefirió morir y perecer a renunciar a la hermosa mujer que amaba. Entonces se dio cuenta de que su amor había quemado todo lo demás, de que tomaba fuerza y empezaba a ejercer su poderosa atracción sobre la hermosa mujer, que tuvo que acudir a su lado. Cuando estuvo ante él, que la esperaba con los brazos abiertos, vio que estaba transformada por completo; y, sobrecogido, sintió y vio que había atraído hacia sí a todo el mundo perdido. Ella se acercó y se entregó a él: el cielo, el bosque, el arroyo, todo le salió al encuentro con nuevos colores frescos y maravillosos; ahora le pertenecía, hablaba su lenguaje. Y en vez de haber ganado solamente una mujer, tenía el mundo entero entre sus brazos y cada estrella del firmamento ardía en él y refulgía gozosamente en su alma. Había amado y, a través del amor, se había encontrado a sí mismo. La mayoría ama para perderse.

Mi amor hacia Frau Eva era el único sentido de mi vida. Pero ella cambiaba cada día. A veces creía sentir con seguridad que no era su persona por la que se sentía atraída mi alma, sino que ella era un símbolo de mi propio interior que me conducía más y más hacia mí mismo. A menudo oía palabras de ella que me parecían respuestas de mi subconsciente a preguntas acuciantes que me atormentaban. Había momentos en los que me devoraba el deseo y besaba los objetos que habían tocado sus manos. Y lentamente fueron superponiéndose el amor sensual y el amor espiritual, la realidad y el símbolo. Podía suceder que en mi habitación pensara en ella con tranquila intensidad y sintiera su mano en mi mano y sus labios en los míos. Otras veces estaba con ella, miraba su rostro, le hablaba, escuchaba su voz y no sabía si era realidad o sueño. Comencé a intuir de qué modo se puede poseer un amor eternamente. A veces, leyendo un libro, descubría una nueva idea; era como un beso de Frau Eva. Me acariciaba el pelo y me dedicaba una sonrisa cálida y perfumada, y yo tenía la misma sensación de haber dado en mí un paso adelante. Todo lo que me era importante y definitivo, adquiría su figura. Ella podía transformarse en cada uno de mis pensamientos, y cada uno de mis pensamientos en ella.

Había temido las vacaciones de Navidad, que pasé en casa de mis padres, porque creía que iba a ser un tormento vivir dos semanas enteras lejos de Frau Eva. Pero no lo fue. Era una delicia estar en casa y pensar en ella. Cuando volví a H. pasé aún dos días sin ir a su casa para disfrutar de aquella seguridad e independencia de su presencia física. También tenía sueños en los que mi unión con ella se realizaba en nuevas formas simbólicas. Ella era un mar en el que yo desembocaba. Era una estrella y yo otra que caminaba hacia ella; y nos encontrábamos, nos sentíamos atraídos mutuamente, permanecíamos juntos, girando dichosamente el uno en torno al otro en órbitas próximas y armónicas.

Cuando volví a verla, le relaté este sueño.

–El sueño es hermoso –dijo tranquilamente–, hágalo realidad.

Hermann Hesse. Demian

Conversaciones con Demian

–Pistorius –dije súbitamente, con una explosión de maldad que a mí mismo me asustó y sorprendió–, debiera usted contarme algún sueño, un sueño verdadero que haya tenido por la noche. Sabe, eso que me está ahora contando es… ¡tan arqueológico!

Nunca me había oído hablar así; en seguida me di cuenta, con vergüenza y angustia, de que la flecha que le había disparado, hiriéndole en el corazón, provenía de su propio arsenal, de que los reproches que a menudo le había oído hacerse irónicamente a sí mismo se los lanzaba yo ahora afilados con malicia.

Pistorius se percató de mi intención inmediatamente y se quedó callado. Le observé con el corazón en un puño y vi cómo se ponía profundamente pálido.

Después de un largo silencio, colocó un leño en el fuego y dijo muy tranquilo:

–Tiene usted razón, Sinclair, es usted muy inteligente. Procuraré no molestarle con arqueologías.

Habló muy sereno pero yo percibí perfectamente el dolor de la herida. ¿Qué había hecho? Estuve a punto de echarme a llorar; quise volverme hacia él con cariño, pedirle perdón, confirmarle mi amistad, mi profunda gratitud. Me acudieron a la mente palabras llenas de emoción; pero no pude pronunciarlas. Me quedé tumbado, mirando al fuego y callado. El tampoco habló. Y así permanecimos los dos, mientras el fuego se consumía y se desmoronaba; y con cada llama que se extinguía sentí que algo hermoso y profundo que nunca más volvería se apagaba y volatilizaba.

–Creo que me ha comprendido mal –dije por fin entre dientes con voz seca y ronca–. Estas estúpidas palabras sin sentido salieron mecánicamente de mi boca, como si las estuviera leyendo en un serial del periódico.

–Le comprendo perfectamente –dijo Pistorius–. Tiene usted razón –se interrumpió, luego siguió lentamente-. En la medida que un hombre puede tener razón contra otro hombre.

«¡No, no! –clamaba algo en mí–, no tengo razón.» Pero no pude decir nada. Sabía que con mi corta frase había puesto al descubierto su debilidad esencial, su problema y su herida. Había tocado el punto, en que él desconfiaba de sí mismo. Su ideal era «arqueológico»; Pistorius buscaba mirando hacia atrás, era un romántico. Y de pronto comprendí que lo que Pistorius había sido para mí no podía serlo para él mismo, y que tampoco podía darse a sí mismo lo que él me había dado. Me había enseñado un camino que le sobrepasaba y dejaba atrás, también a él, al guía. ¡Dios sabe cómo surgen semejantes palabras! Yo no me había propuesto nada, ni había tenido ni idea de la catástrofe que iba a provocar. Había dicho algo cuyo alcance no conocía en el momento de expresarlo; había cedido a una pequeña ocurrencia, un poco maliciosa, y ésta se había convertido en fatalidad. Había cometido una pequeña y desconsiderada grosería que se había convertido para él en una sentencia.

¡Cómo deseé aquel día que Pistorius se hubiera enfadado o defendido, que me hubiera gritado! Pero no lo hizo; yo lo tuve que resolver todo solo conmigo mismo. Pistorius hubiera sonreído si hubiese podido; pero no pudo, y por eso me di cuenta de lo hondo que le había herido. Pistorius, al recibir en silencio el golpe que yo, su indiscreto e ingrato discípulo, le asestaba, al darme la razón y reconocer mis palabras como su destino, me obligó a odiarme a mí mismo, al mismo tiempo que centuplicaba las proporciones de mi imprudencia. Al descargar el golpe había creído dar a un hombre fuerte y alerta; pero se trataba de un hombre callado y paciente, indefenso, que se rendía en silencio.

Estuvimos aún un largo rato tumbados ante el fuego que se extinguía; cada figura en las cenizas ardientes, cada brasa que se rompía, me traía a la memoria horas felices, hermosas y fecundas, aumentando más y más mi culpa y mi deuda frente a Pistorius. Finalmente, no pude resistir más; me levanté y me fui. Permanecí mucho tiempo delante de su puerta, en la escalera oscura, delante de la casa, esperando que quizá viniera detrás de mí. Por fin me marché y anduve horas y horas por la ciudad y las afueras, el parque y el bosque, hasta que se hizo de noche. Aquella noche sentí por primera vez el estigma de Caín sobre mi frente.

Lentamente comencé a reflexionar. Mis pensamientos empezaban acusándome y defendiendo a Pistorius; pero acababan siempre en lo contrario. Mil veces estuve a punto de arrepentirme y retirar mis precipitadas palabras; pero éstas habían sido verdad. Entonces conseguí comprender a Pistorius y reconstruir ante mis ojos su sueño: el de ser sacerdote, predicar la nueva religión, instaurar nuevas formas de fervor, de amor y adoración, crear nuevos mitos. Pero esto no era su fuerza ni su misión. Le gustaba demasiado permanecer en el pasado; conocía demasiado bien lo pretérito, sabía demasiadas cosas de Egipto, India, Mitra y Abraxas. Su amor estaba atado a imágenes que el mundo ya conocía y él sabia, en el fondo mejor que nadie, que lo nuevo debía ser diferente, que debía brotar de suelo virgen y no de los museos y de las bibliotecas. Su misión era quizás ayudar a los hombres a encontrarse a sí mismos, como me había ayudado a mí, pero no era darles lo insólito: los dioses nuevos.

En estos momentos tuve una certeza fulminante: cada uno tenía una «misión», pero ésta no podía ser elegida, definida, administrada a voluntad. Era un error desear nuevos dioses, y completamente falso querer dar algo al mundo. No existía ningún deber, ninguno, para un hombre consciente, excepto el de buscarse a sí mismo, afirmarse en su interior, tantear un camino hacia adelante sin preocuparse de la nieta a que pudiera conducir. Aquel descubrimiento me conmovió profundamente; éste fue el fruto de aquella experiencia. Yo había jugado a menudo con imágenes del futuro y soñado con papeles que me pudieran estar destinados, de poeta quizá, de profeta, de pintor o de cualquier otra cosa. Aquellas imágenes no valían nada. Yo no estaba en el mundo para escribir, predicar o pintar; ni yo ni nadie estaba para eso. Tales cosas sólo podían surgir marginalmente. La misión verdadera de cada uno era llegar a sí mismo. Se podía llegar a poeta o a loco, a profeta o a criminal; eso no era asunto de uno: a fin de cuentas, carecía de toda importancia. Lo que importaba era encontrar su propio destino, no un destino cualquiera, y vivirlo por completo. Todo lo demás eran medianías, un intento de evasión, de buscar refugio en el ideal de la masa; era amoldarse; era miedo ante la propia individualidad. La nueva imagen surgió terrible y sagrada ante mis ojos, presentida múltiples veces, quizá pronunciada ya otras tantas, pero nunca vivida hasta ahora. Yo era un proyecto de la naturaleza, un proyecto hacia lo desconocido, quizás hacia lo nuevo, quizás hacia la nada; y mi misión, mi única misión, era dejar realizarse este proyecto que brotaba de las profundidades, sentir en mí su voluntad e identificarme con él por completo.

Había probado mucha soledad. Pero ahora presentí que había una soledad más profunda, y que ésta era inevitable.

No hice ningún intento por reconciliarme con Pistorius. Seguimos siendo amigos pero la relación había cambiado. Hablamos una sola vez del asunto; mejor dicho, habló él. Dijo:

–Yo quise ser sacerdote, como usted sabrá. Hubiera querido ser sacerdote de la nueva religión que presentimos. No podré serlo jamás, lo sé; y lo sé desde hace mucho tiempo deseos, que son un lujo y una debilidad. Sería más grande y más justo si me ofreciera al destino sin ambiciones. Pero soy incapaz; es lo único que no puedo hacer. Quizás usted pueda hacerlo un día. Es muy difícil; es lo único verdaderamente difícil que existe, muchacho. He soñado muchas veces con ello, pero no puedo, me da miedo: no puedo existir tan desnudo y solo; también yo soy un pobre perro débil que necesita un poco de calor y comida y sentir de vez en cuando la proximidad de sus semejantes. El que no tiene ningún deseo excepto su destino, ése no tiene ya semejantes, está solo en medio del universo frío que le rodea. ¿Comprende usted?, como Jesús en Getsemani. Ha habido mártires que se han dejado crucificar a gusto; pero tampoco ellos eran héroes, no estaban liberados; también ellos deseaban algo que les resultara amable y familiar, y tenían modelos e ideales. Quien desee solamente cumplir su destino, no tiene modelo, ni ideales, nada querido y consolador. Este es el camino que habría que seguir. La gente como usted y como yo está muy sola; pero, al fin y al cabo, nosotros tenemos nuestra amistad, tenemos la satisfacción secreta de rebelarnos, de desear lo extraordinario. También hay que renunciar a eso cuando se quiere seguir el camino consecuentemente. Tampoco se puede querer ser revolucionario, ni mártir, ni dar ejemplo. Sería inimaginable.

Sí, era inimaginable; pero se podía soñar, presentir, intuir. Algunas veces, en momentos tranquilos, sentía algo de aquello. Y concentraba la mirada en mí mismo, contemplando mi destino en los ojos abiertos y fijos. Que estuvieran llenos de sabiduría o de locura, que irradiaran amor o profunda maldad, daba lo mismo. No había posibilidad de elección o deseo. Sólo existía la posibilidad de desearse a sí mismo, de desear el propio destino. Hasta este punto me había servido Pistorius de guía durante un trecho.

En aquellos días anduve como loco, con la tempestad desatada en mi interior; cada paso significaba un peligro; no veía nada más que la oscuridad abismal que se abría ante mis ojos y a la que conducían, perdiéndose en ella, todos los caminos que había conocido hasta entonces. En mi mente vislumbraba la imagen de un guía que se parecía a Demian y en cuyos ojos estaba escrito mi destino.

Escribí sobre un papel: «Mi guía me ha abandonado. Estoy en plena oscuridad. No puedo andar solo. ¡Ayúdame!»

Quería mandárselo a Demian, pero no lo hice. Cada vez que lo iba a hacer me parecía una estupidez carente de sentido. Pero me aprendí de memoria la pequeña oración y la repetía a menudo en mi mente; me acompañaba siempre. Y empecé a intuir lo que era rezar.

Hermann Hesse. Demian

Pensamiento del día

Los miedos irracionales son a veces los más grandes.

Un buen momento depende más de la compañía que del plan.

Es muy difícil sorprenderse por algún acontecimiento ya previsto.

Conversaciones con Demian

La paz amable de las semanas y meses bajo la influencia de Beatrice se había esfumado. Entonces creí que había encontrado una isla y una paz. Así solía sucederme: cuando una situación me resultaba agradable, cuando un sueño me hacía bien, empezaba a secarse y a perder su fuerza. Era inútil añorarlos. Ahora vivía en un fuego de deseos insatisfechos y en una tensa espera que a veces me volvían loco por completo. La imagen de la amada de mis sueños surgía a menudo ante mis ojos con diáfana claridad, más viva que mi propia mano. Yo le hablaba, lloraba ante ella, renegaba de ella. La llamaba madre y me arrodillaba entre lágrimas; la llamaba amada y presentía su beso, que todo lo colmaba; la llamaba demonio y prostituta, vampiro y asesino. Me inspiraba los sueños más tiernos y las más salvajes obscenidades; para ella nada era demasiado bueno o demasiado agradable, demasiado malo o demasiado bajo.

Pasé todo aquel invierno sacudido por una tormenta interior, difícil de describir. Estaba acostumbrado a la soledad; no me molestaba. Vivía con Demian, con el gavilán, con la imagen de mi sueño que era mi destino y mi amada. Aquello me bastaba para vivir, porque estaba dirigido hacia la grandeza y la lejanía y me conducía a Abraxas. Pero ninguno de estos sueños, ninguno de mis pensamientos me obedecía; no podía hacerles surgir o darles color cuando yo quería. Ellos venían y me asaltaban; me dominaban y determinaban mi vida.

Hacia fuera estaba protegido. No tenía miedo de los hombres; y mis compañeros, que lo habían descubierto ya, me mostraban un secreto respeto que me hacía sonreír. Si me lo proponía, podía poner al descubierto los pensamientos de la mayoría de ellos, dejándoles en algunas ocasiones admirados; pero me lo proponía muy pocas veces, casi nunca. Estaba siempre muy preocupado conmigo mismo. Deseaba desesperadamente vivir de una vez algo de la vida, dar algo de mi persona al mundo, entrar en relación y lucha con él. A veces, cuando caminaba por las calles al anochecer y no podía regresar a casa hasta media noche, creía que en aquellos momentos encontraría a mi amada, que aparecería tras la próxima esquina, que me llamaría desde la próxima ventana. Todo esto solía parecerme angustioso e insoportable y pensaba que algún día acabaría quitándome la vida.

En aquella época encontré un extraño refugio. Por «casualidad», como suele decirse. Pero esas casualidades no existen. Cuando alguien necesita algo con mucha urgencia y lo encuentra, no es la casualidad la que se lo proporciona, sino él mismo. El propio deseo y la propia necesidad conducen a ello.

Hermann Hesse. Demian

Conversaciones con Demian

–Hoy he asistido a vuestra clase –dijo–. Sobre la historia de Caín, el que llevaba un estigma en la frente, ¿no? ¿Te gusta?

No, pocas veces me gustaba lo que tenía que estudiar. Sin embargo, no me atrevía a decirlo, porque era como si estuviera hablando con una persona mayor. Contesté que la historia me gustaba.

Demian me dio unas palmaditas en el hombro.

–No necesitas fingir, amigo. Pero esa historia es verdaderamente muy rara, mucho más que la mayoría de las que se tratan en clase. El profesor no ha dicho mucho; sólo lo habitual sobre Dios y el pecado, y todo eso. Pero yo creo…

Se interrumpió sonriendo y me pregunto:

–Oye, ¿pero esto te interesa? Pues yo creo –continuó– que la historia de Caín se puede interpretar de manera muy distinta. La mayoría de las cosas que nos enseñan son seguramente verdaderas, pero se pueden ver desde otro punto de vista que el de los profesores y generalmente se entienden entonces mucho mejor. Por ejemplo, no se puede estar satisfecho con la explicación que se nos da de Caín y la señal que lleva en su frente. ¿No te parece? Que uno mate a su hermano en una pelea, puede pasar; que luego le dé miedo y se arrepienta, también es posible; pero que precisamente por su cobardía le recompensen con una distinción que le proteja y que inspire miedo, eso me parece muy raro.

–Sí, es verdad –dije interesado. El asunto empezaba a intrigarme–. ¿Pero cómo vas a interpretar si no la historia?

Me dio una palmada en el hombro.

–¡Muy sencillo! El estigma fue lo que existió en un principio y en él se basó la historia. Hubo un hombre con algo en el rostro que daba miedo a los demás. No se atrevían a tocarle; él y sus hijos les impresionaban. Quizás, o seguramente, no se trataba de una auténtica señal sobre la frente, de algo como un sello de correos; la vida no suele ser tan tosca. Probablemente fuera algo apenas perceptible, inquietante: un poco más de inteligencia y audacia en la mirada. Aquel hombre tenía poder, aquel hombre inspiraba temor. Llevaba una «señal». Esto podía explicarse como se quisiera; y siempre se prefiere lo que resulta cómodo y da razón. Se temía a los hijos de Caín, que llevaban una «señal». Esta no se explicaba como lo que era, es decir, como una distinción, sino como todo lo contrario. La gente dijo que aquellos tipos con la «señal» eran siniestros; y la verdad, lo eran. Los hombres con valor y carácter siempre les han resultado siniestros a la gente. Que anduviera suelta una raza de hombres audaces e inquietantes resultaba incomodísimo; y les pusieron un sobrenombre y se inventaron una leyenda para vengarse de ellos y justificar un poco todo el miedo que les tenían. ¿Comprendes?

–Sí, eso quiere decir que Caín no fue malo. Entonces, ¿toda la historia de la Biblia es mentira?

–Sí y no. Estas viejas historias son siempre verdad, pero no siempre han sido recogidas y explicadas como debiera ser. Yo pienso que Caín era un gran tipo y que le echaron toda esa historia encima sólo porque le tenían miedo. La historia era simplemente un bulo que la gente contaba; era verdad sólo lo referente al estigma que Cain y sus hijos llevaban y que les hacían diferentes a la demás gente.

Yo estaba asombrado.

–¿Y crees que lo del asesinato no fue tampoco verdad? –pregunté emocionado.

–¡Oh, sí! Seguramente es verdad. El más fuerte mató a uno más débil. Que fuera su hermano, eso ya se puede dudar. Además, no importa; a fin de cuentas, todos los hombres son hermanos. Así que un fuerte mató a un débil. Quizá fue un acto heroico, quizá no lo fue. En todo caso, los débiles tuvieron miedo y empezaron a lamentarse mucho. Y cuando les preguntaban: «¿Por qué no le matáis?», ellos no contestaban, «porque somos unos cobardes», sino que decían: «No se puede. Tiene una señal. ¡Dios le ha marcado!» Así nació la mentira. Bueno no te entretengo más. ¡Adiós!

Dobló por la Altgasse y me dejó solo, sorprendido como jamás en toda mi vida. Nada más desaparecer, todo lo que me había dicho me pareció increíble. ¡Caín un hombre noble y Abel un cobarde! ¡La señal que llevaba Caín en la frente era una distinción! Era absurdo, blasfemo e infame. Y Dios, ¿dónde se quedaba? ¿No había aceptado el sacrificio de Abel? ¿No quería a Abel? ¡Qué tontería! Y empecé a pensar que Demian me había tomado el pelo y quería ponerme en ridículo. ¡Qué chico más inteligente y qué bien que hablaba! Pero no, no podía ser.

De todos modos, nunca había recapacitado tanto sobre una historia, fuera o no de la Biblia. Y hacía tiempo que no olvidaba tan por completo a Franz Kromer, durante horas, una tarde entera. En casa leí la historia otra vez, tal como estaba en la Biblia. Era breve y clara. Resultaba una insensatez buscarle una interpretación especial y misteriosa. ¡Así cualquier asesino podría declararse elegido de Dios! No, era absurdo. Lo fascinante era la manera tan ligera y graciosa con que Demian sabía decir las cosas, como si todo fuera tan natural. Y además, ¡con qué mirada!

Sin embargo, algo había en mí mismo que no estaba en orden sino en franco desorden. Yo había vivido en un mundo claro y limpio, había sido una especie de Abel, y ahora me encontraba metido en el «otro» mundo. Había caído tan bajo y, sin embargo, no tenía en el fondo tanta culpa. ¿Qué había sucedido? En ese momento me vino un recuerdo que casi me cortó la respiración. En aquella tarde aciaga, que dio comienzo a mi actual desgracia, había ocurrido aquello mismo con mi padre; durante un momento fue como si le hubiera desenmascarado y despreciado a él, a su mundo y a su sabiduría. Sí, en aquel momento yo, que era Caín y llevaba una marca en la frente, pensé que esa marca no era una vergüenza sino una distinción y que yo era superior a mi padre, superior a los buenos y piadosos precisamente por mi maldad y mi desgracia.

Entonces no comprendí estas cosas con mente clara, pero las intuí en una llamarada de sentimientos, de extrañas emociones, que me dolían pero me llenaban de orgullo. ¡De qué manera tan extraña había hablado Demian de los valientes y de los cobardes! ¡Cómo había interpretado la señal en la frente de Caín! ¡Y cómo habían brillado sus ojos, sus extraños ojos de hombre! Se me ocurrió que Demian mismo era un Caín. ¿Por qué le defendía si no se sentía semejante a él? ¿Por qué tenía aquel poder en la mirada? ¿Por qué hablaba tan despectivamente de los «otros», los cobardes, que son en verdad los piadosos, los elegidos de Dios?

Con estos pensamientos no acababa de llegar a ninguna conclusión. Una piedra había caído en el pozo: el pozo era mi alma joven. Durante mucho tiempo esta historia de Caín, con el homicidio y la «señal», fue el punto de partida de mis intentos de conocimiento, duda y crítica.

Hermann Hesse. Demian