El bodyboard siempre me ha gustado, sólo que mi tabla la tengo en La Gomera y las olas en la playa de La Calera son de cucharón, de las típicas que te cogen y te revientan contra el suelo. Ni se te ocurra hacerte un tubo porque puedes acabar incrustado en la arena, poniendo como mejor caso el que no hubiese algún pedrusco de espontáneo contra el que dejarse el cráneo o alguna otra parte del cuerpo. Tengo una curiosa cicatriz en el abdomen, justo donde se suele realizar la incisión para las apendicectomías, sólo que con una forma mucho más fea ya que fue fruto de una lijada literal contra una piedra, pero de eso ya hace años y tengo como trofeo la susodicha.
Este fin de semana fui a la playa de Punta Brava en el Puerto de La Cruz y estaba el mar bastante curiosito, con bandera roja y olas interesantes. Esta playa también tiene olas de cucharón, pero de vez en cuando, en alguna serie de olas suele llegar «la ola», normalmente la segunda de las tres olas que suelen llegar por cada serie. Sucede cuando la primera ola está recogiendo de la orilla y la segunda se acerca para romper, y sólo algunas veces sucede lo que es raro en estos casos: no se forma un tubo y estalla, sino que es más relajada y menos rompedora. Fácilmente puedes llegar hasta la orilla sin sufrir percances del tipo de volteretas o hiperextensiones de la columna vertebral.
A todas estas, a falta de tabla de bodyboard se suele usar la propia caja torácica a modo de superficie deslizante, y así me encontraba yo en aquellos instantes. En una de estas olas extrañas, yo bajando la pendiente a toda leche, me puse por delante de la propia ola topándome con el arrastre de la anterior, que curiosamente había formado una pequeña ola al colisionar las corrientes. El resultado de mi encuentro en esta situación con la ya nombrada olita en contra tuvo como resultado un efecto trampolín, de manera que salí despedido por los aires a lo Superman con la suficiente suerte de frenarme un poco en el encuentro y dando tiempo a la verdadera ola grande a pasarme por debajo mientras estaba surcando el firmamento y conseguir amortiguar un poco la caída y no dejarme la nariz contra la arena por la poca profundidad. Aún así, se me llenaron las orejas y la boca de arena, aparte de sufrir una ligera hiperextensión de columna, pero no hubo nada más que lamentar.
Sólo sé que una vez repuesto del aterrizaje forzoso me levanté riéndome, casi a carcajadas, ya que jamás me había sucedido nada parecido en todo el tiempo que llevo practicando el tradicional deporte del descenso de la ola a pecho. Supongo que fue una casualidad, pero aún así es digna de mención.