Con los ojos llenos de lágrimas contemplé mi dibujo y me encontré leyendo en mi propia alma. Bajé la mirada: bajo el dibujo del pájaro, en el marco de la puerta abierta había aparecido una mujer alta, vestida de oscuro. Era ella.
No fui capaz de articular ni una palabra. La hermosa y respetable dama me sonrió con un rostro que, como el de su hijo, no tenía edad e irradiaba una viva voluntad. Su mirada era la máxima realización, su saludo significaba el retorno al hogar. En silencio le tendí las manos. Ella las tomó con manos firmes y cálidas.
–Usted es Sinclair. En seguida le he reconocido. ¡Bienvenido!
Su voz era grave y cálida. Yo la bebí como un vino dulce y, levantando los ojos, los dejé descansar en sus rasgos serenos, en los negros y profundos ojos, sobre la boca fresca y madura, sobre la frente aristocrática y despejada que llevaba el estigma.
–¡Qué dichoso soy! –le dije, y besé sus manos–. Me parece haber estado toda mi vida de viaje y llegar ahora a mi patria.
Ella sonrió maternal.
–A la patria nunca se llega –dijo amablemente–. Pero cuando los caminos amigos se cruzan, todo el universo parece por un momento la patria anhelada.
Expresaba así lo que yo había sentido en mi camino hacia ella. Su voz y también sus palabras eran muy parecidas a las de su hijo y, sin embargo, diferentes. Todo en ella era más maduro, más cálido y más natural. Pero lo mismo que Max nunca dio la impresión de ser un chico, tampoco ella parecía madre de un hijo mayor: tan joven y dulce era el resplandor de su rostro y de su pelo, tan tersa y lisa era su piel dorada, tan floreciente su boca. Se erguía ante mi más grandiosa que en mi sueño; y en su proximidad era la felicidad, su mirada el cumplimiento de todas las promesas.
Esta era, pues, la nueva imagen en la que se mostraba mi destino; no severa o desoladora, sino madura y sensual. No tomé ninguna decisión, no hice ninguna promesa; había llegado a la meta, a un mirador desde el que el camino se mostraba amplio y maravilloso, dirigido hacia países de promisión, sombreado por los árboles de la felicidad próxima, refrescado por cercanos jardines del placer. Ya podía sucederme lo que fuera; era feliz de saber que esta mujer existía en el mundo, feliz de beber su voz y respirar su proximidad. Que se convirtiera en madre, amada o diosa, no importaba, con tal de que existiera, con tal de que mi camino condujera cerca del suyo.
Hermann Hesse. Demian
Conversaciones con Demian
–Pistorius –dije súbitamente, con una explosión de maldad que a mí mismo me asustó y sorprendió–, debiera usted contarme algún sueño, un sueño verdadero que haya tenido por la noche. Sabe, eso que me está ahora contando es… ¡tan arqueológico!
Nunca me había oído hablar así; en seguida me di cuenta, con vergüenza y angustia, de que la flecha que le había disparado, hiriéndole en el corazón, provenía de su propio arsenal, de que los reproches que a menudo le había oído hacerse irónicamente a sí mismo se los lanzaba yo ahora afilados con malicia.
Pistorius se percató de mi intención inmediatamente y se quedó callado. Le observé con el corazón en un puño y vi cómo se ponía profundamente pálido.
Después de un largo silencio, colocó un leño en el fuego y dijo muy tranquilo:
–Tiene usted razón, Sinclair, es usted muy inteligente. Procuraré no molestarle con arqueologías.
Habló muy sereno pero yo percibí perfectamente el dolor de la herida. ¿Qué había hecho? Estuve a punto de echarme a llorar; quise volverme hacia él con cariño, pedirle perdón, confirmarle mi amistad, mi profunda gratitud. Me acudieron a la mente palabras llenas de emoción; pero no pude pronunciarlas. Me quedé tumbado, mirando al fuego y callado. El tampoco habló. Y así permanecimos los dos, mientras el fuego se consumía y se desmoronaba; y con cada llama que se extinguía sentí que algo hermoso y profundo que nunca más volvería se apagaba y volatilizaba.
–Creo que me ha comprendido mal –dije por fin entre dientes con voz seca y ronca–. Estas estúpidas palabras sin sentido salieron mecánicamente de mi boca, como si las estuviera leyendo en un serial del periódico.
–Le comprendo perfectamente –dijo Pistorius–. Tiene usted razón –se interrumpió, luego siguió lentamente-. En la medida que un hombre puede tener razón contra otro hombre.
«¡No, no! –clamaba algo en mí–, no tengo razón.» Pero no pude decir nada. Sabía que con mi corta frase había puesto al descubierto su debilidad esencial, su problema y su herida. Había tocado el punto, en que él desconfiaba de sí mismo. Su ideal era «arqueológico»; Pistorius buscaba mirando hacia atrás, era un romántico. Y de pronto comprendí que lo que Pistorius había sido para mí no podía serlo para él mismo, y que tampoco podía darse a sí mismo lo que él me había dado. Me había enseñado un camino que le sobrepasaba y dejaba atrás, también a él, al guía. ¡Dios sabe cómo surgen semejantes palabras! Yo no me había propuesto nada, ni había tenido ni idea de la catástrofe que iba a provocar. Había dicho algo cuyo alcance no conocía en el momento de expresarlo; había cedido a una pequeña ocurrencia, un poco maliciosa, y ésta se había convertido en fatalidad. Había cometido una pequeña y desconsiderada grosería que se había convertido para él en una sentencia.
¡Cómo deseé aquel día que Pistorius se hubiera enfadado o defendido, que me hubiera gritado! Pero no lo hizo; yo lo tuve que resolver todo solo conmigo mismo. Pistorius hubiera sonreído si hubiese podido; pero no pudo, y por eso me di cuenta de lo hondo que le había herido. Pistorius, al recibir en silencio el golpe que yo, su indiscreto e ingrato discípulo, le asestaba, al darme la razón y reconocer mis palabras como su destino, me obligó a odiarme a mí mismo, al mismo tiempo que centuplicaba las proporciones de mi imprudencia. Al descargar el golpe había creído dar a un hombre fuerte y alerta; pero se trataba de un hombre callado y paciente, indefenso, que se rendía en silencio.
Estuvimos aún un largo rato tumbados ante el fuego que se extinguía; cada figura en las cenizas ardientes, cada brasa que se rompía, me traía a la memoria horas felices, hermosas y fecundas, aumentando más y más mi culpa y mi deuda frente a Pistorius. Finalmente, no pude resistir más; me levanté y me fui. Permanecí mucho tiempo delante de su puerta, en la escalera oscura, delante de la casa, esperando que quizá viniera detrás de mí. Por fin me marché y anduve horas y horas por la ciudad y las afueras, el parque y el bosque, hasta que se hizo de noche. Aquella noche sentí por primera vez el estigma de Caín sobre mi frente.
Lentamente comencé a reflexionar. Mis pensamientos empezaban acusándome y defendiendo a Pistorius; pero acababan siempre en lo contrario. Mil veces estuve a punto de arrepentirme y retirar mis precipitadas palabras; pero éstas habían sido verdad. Entonces conseguí comprender a Pistorius y reconstruir ante mis ojos su sueño: el de ser sacerdote, predicar la nueva religión, instaurar nuevas formas de fervor, de amor y adoración, crear nuevos mitos. Pero esto no era su fuerza ni su misión. Le gustaba demasiado permanecer en el pasado; conocía demasiado bien lo pretérito, sabía demasiadas cosas de Egipto, India, Mitra y Abraxas. Su amor estaba atado a imágenes que el mundo ya conocía y él sabia, en el fondo mejor que nadie, que lo nuevo debía ser diferente, que debía brotar de suelo virgen y no de los museos y de las bibliotecas. Su misión era quizás ayudar a los hombres a encontrarse a sí mismos, como me había ayudado a mí, pero no era darles lo insólito: los dioses nuevos.
En estos momentos tuve una certeza fulminante: cada uno tenía una «misión», pero ésta no podía ser elegida, definida, administrada a voluntad. Era un error desear nuevos dioses, y completamente falso querer dar algo al mundo. No existía ningún deber, ninguno, para un hombre consciente, excepto el de buscarse a sí mismo, afirmarse en su interior, tantear un camino hacia adelante sin preocuparse de la nieta a que pudiera conducir. Aquel descubrimiento me conmovió profundamente; éste fue el fruto de aquella experiencia. Yo había jugado a menudo con imágenes del futuro y soñado con papeles que me pudieran estar destinados, de poeta quizá, de profeta, de pintor o de cualquier otra cosa. Aquellas imágenes no valían nada. Yo no estaba en el mundo para escribir, predicar o pintar; ni yo ni nadie estaba para eso. Tales cosas sólo podían surgir marginalmente. La misión verdadera de cada uno era llegar a sí mismo. Se podía llegar a poeta o a loco, a profeta o a criminal; eso no era asunto de uno: a fin de cuentas, carecía de toda importancia. Lo que importaba era encontrar su propio destino, no un destino cualquiera, y vivirlo por completo. Todo lo demás eran medianías, un intento de evasión, de buscar refugio en el ideal de la masa; era amoldarse; era miedo ante la propia individualidad. La nueva imagen surgió terrible y sagrada ante mis ojos, presentida múltiples veces, quizá pronunciada ya otras tantas, pero nunca vivida hasta ahora. Yo era un proyecto de la naturaleza, un proyecto hacia lo desconocido, quizás hacia lo nuevo, quizás hacia la nada; y mi misión, mi única misión, era dejar realizarse este proyecto que brotaba de las profundidades, sentir en mí su voluntad e identificarme con él por completo.
Había probado mucha soledad. Pero ahora presentí que había una soledad más profunda, y que ésta era inevitable.
No hice ningún intento por reconciliarme con Pistorius. Seguimos siendo amigos pero la relación había cambiado. Hablamos una sola vez del asunto; mejor dicho, habló él. Dijo:
–Yo quise ser sacerdote, como usted sabrá. Hubiera querido ser sacerdote de la nueva religión que presentimos. No podré serlo jamás, lo sé; y lo sé desde hace mucho tiempo deseos, que son un lujo y una debilidad. Sería más grande y más justo si me ofreciera al destino sin ambiciones. Pero soy incapaz; es lo único que no puedo hacer. Quizás usted pueda hacerlo un día. Es muy difícil; es lo único verdaderamente difícil que existe, muchacho. He soñado muchas veces con ello, pero no puedo, me da miedo: no puedo existir tan desnudo y solo; también yo soy un pobre perro débil que necesita un poco de calor y comida y sentir de vez en cuando la proximidad de sus semejantes. El que no tiene ningún deseo excepto su destino, ése no tiene ya semejantes, está solo en medio del universo frío que le rodea. ¿Comprende usted?, como Jesús en Getsemani. Ha habido mártires que se han dejado crucificar a gusto; pero tampoco ellos eran héroes, no estaban liberados; también ellos deseaban algo que les resultara amable y familiar, y tenían modelos e ideales. Quien desee solamente cumplir su destino, no tiene modelo, ni ideales, nada querido y consolador. Este es el camino que habría que seguir. La gente como usted y como yo está muy sola; pero, al fin y al cabo, nosotros tenemos nuestra amistad, tenemos la satisfacción secreta de rebelarnos, de desear lo extraordinario. También hay que renunciar a eso cuando se quiere seguir el camino consecuentemente. Tampoco se puede querer ser revolucionario, ni mártir, ni dar ejemplo. Sería inimaginable.
Sí, era inimaginable; pero se podía soñar, presentir, intuir. Algunas veces, en momentos tranquilos, sentía algo de aquello. Y concentraba la mirada en mí mismo, contemplando mi destino en los ojos abiertos y fijos. Que estuvieran llenos de sabiduría o de locura, que irradiaran amor o profunda maldad, daba lo mismo. No había posibilidad de elección o deseo. Sólo existía la posibilidad de desearse a sí mismo, de desear el propio destino. Hasta este punto me había servido Pistorius de guía durante un trecho.
En aquellos días anduve como loco, con la tempestad desatada en mi interior; cada paso significaba un peligro; no veía nada más que la oscuridad abismal que se abría ante mis ojos y a la que conducían, perdiéndose en ella, todos los caminos que había conocido hasta entonces. En mi mente vislumbraba la imagen de un guía que se parecía a Demian y en cuyos ojos estaba escrito mi destino.
Escribí sobre un papel: «Mi guía me ha abandonado. Estoy en plena oscuridad. No puedo andar solo. ¡Ayúdame!»
Quería mandárselo a Demian, pero no lo hice. Cada vez que lo iba a hacer me parecía una estupidez carente de sentido. Pero me aprendí de memoria la pequeña oración y la repetía a menudo en mi mente; me acompañaba siempre. Y empecé a intuir lo que era rezar.
Hermann Hesse. Demian
Conversaciones con Demian
–Muchacho –dijo con vehemencia–, también usted celebra misterios. Sé que tiene usted sueños de los que nada me dice. No los quiero conocer. Pero le digo una cosa: ¡vívalos todos, viva esos sueños, eríjales altares! No es lo perfecto, pero es un camino. Ya se verá si nosotros, usted y yo y algunos más, somos capaces de renovar el mundo. Pero debemos renovarlo en nosotros mismos, día a día; si no, nada valemos. ¡Piense en ello! Usted tiene dieciocho años, Sinclair, y no corre detrás de las prostitutas; usted debe tener sueños de amor, deseos de amor. Quizá son de tal especie que le asustan. ¡No los tema! ¡Son lo mejor que posee! Créame. Yo he perdido mucho por haber amordazado mis sueños cuando tenía su edad. Eso no debe hacerse. Cuando se conoce a Abraxas, ya no se debe hacer. No hay que temer rada ni creer ilícito nada de lo que nos pide el alma.
Asustado, objeté:
–¡Pero no se puede hacer todo lo que a uno le apetece! ¡No se puede matar a un hombre porque a uno le resulta desagradable!
Se acercó más a mí:
–En determinadas circunstancias se puede hasta eso. Pero la mayoría de las veces se trata de un error. Yo no digo que usted haga todo lo que le pase por su mente. No. Pero tampoco debe usted envenenar las ideas, reprimiéndolas y moralizando en torno a ellas, porque tienen su sentido. En vez de clavarse a sí mismo o a otro en una cruz, se puede beber vino de una copa con pensamientos elevados, pensando en el misterio del sacrificio. Se puede también, sin estas ceremonias, tratar los propios instintos, las llamadas tentaciones de la carne, con amor y respeto; entonces nos descubren su sentido porque todas tienen sentido. Cuando se le vuelva a ocurrir algo muy aberrante o pecaminoso, Sinclair, cuando desee de pronto matar a alguien o cometer no sé qué monstruosidad inconmensurable, piense un momento que es Abraxas el que está fantaseando en su interior. El hombre a quien quiere matar nunca es fulano o mengano; seguramente es sólo un disfraz. Cuando odiamos a un hombre, odiamos en su imagen algo que se encuentra en nosotros mismos. Lo que no está dentro de nosotros mismos no nos inquieta.
Nunca había dicho Pistorius nada que me llegara tan hondo. No pude contestar nada. Lo que me había impresionado vivamente era la coincidencia de estas palabras con las de Demian, que yo llevaba en mi alma desde hacía años. Los dos no se conocían y los dos me decían lo mismo.
–Las cosas que vemos –dijo Pistorius con voz apagada– son las mismas cosas que llevamos en nosotros. No hay más realidad que la que tenemos dentro. Por eso la mayoría de los seres humanos vive tan irrealmente; porque cree que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su propio mundo interior manifestarse. Se puede ser muy feliz así, desde luego. Pero cuando se conoce lo otro, ya no se puede elegir el camino de la mayoría. Sinclair, el camino de la mayoría es fácil, el nuestro difícil. Caminemos.
Hermann Hesse. Demian
Calmaria
Anoche, fruto de una conversación casual, surgió una idea que me pareció interesante.
La única forma
en la que podría estar tranquilo es
descansando mi cabeza sobre tu pecho
y escuchar el susurro de tu respiración sobre mí;
preguntarte entonces si me quieres
y que tu voz y tu corazón
me respondieran al unísono un sí sincero.
Sólo podría estar tranquilo
de esa manera.
«Calmaria» en portugués significa calma, tranquilidad.
Conversaciones con Demian
–Acostumbramos a trazar límites demasiado estrechos a nuestra personalidad. Consideramos que solamente pertenece a nuestra persona lo que reconocemos como individual y diferenciador. Pero cada uno de nosotros está constituido por la totalidad del mundo; y así como llevamos en nuestro cuerpo la trayectoria de la evolución hasta el pez y aun más allá, así llevamos en el alma todo lo que desde un principio ha vivido en las almas humanas. Todos los dioses y demonios que han existido, ya sea entre los griegos, chinos o cafres, existen en nosotros como posibilidades, deseos y soluciones. Si el género humano se extinguiera con la sola excepción de un niño medianamente inteligente, sin ninguna educación, este niño volvería a descubrir el curso de todas las cosas y sabría producir de nuevo dioses, demonios, y paraísos, prohibiciones, mandamientos y Viejos y Nuevos Testamentos.
–Bien –objeté yo–, ¿dónde queda entonces el valor del individuo? ¿Para qué nos esforzamos si ya llevamos todo acabado en nosotros mismos?
–¡Alto! –exclamó violentamente Pistorius–. Hay una gran diferencia entre llevar el mundo en sí mismo y saberlo. Un loco puede tener ideas que recuerden a Platón, y un pequeño y devoto colegial del Instituto de Herrnhut puede recrear las profundas conexiones mitológicas que aparecen en los gnósticos o en Zoroastro. ¡Pero él no lo sabe! Mientras no lo sepa es como un árbol o una piedra; en el mejor de los casos, como un animal. En el momento en que tenga la primera chispa de conciencia, se convertirá en un hombre. ¿No irá usted a creer que todos esos bípedos que andan por la calle son hombres sólo porque anden derechos y lleven a sus crías nueve meses dentro de sí? Muchos de ellos son peces u ovejas, gusanos o ángeles; otros son hormigas, y otros abejas. En cada uno existen las posibilidades de ser hombre; pero sólo cuando las vislumbra, cuando aprende a hacerlas conscientes, por lo menos en parte, estas
Hermann Hesse. Demian
posibilidades le pertenecen.
Conversaciones con Demian
La paz amable de las semanas y meses bajo la influencia de Beatrice se había esfumado. Entonces creí que había encontrado una isla y una paz. Así solía sucederme: cuando una situación me resultaba agradable, cuando un sueño me hacía bien, empezaba a secarse y a perder su fuerza. Era inútil añorarlos. Ahora vivía en un fuego de deseos insatisfechos y en una tensa espera que a veces me volvían loco por completo. La imagen de la amada de mis sueños surgía a menudo ante mis ojos con diáfana claridad, más viva que mi propia mano. Yo le hablaba, lloraba ante ella, renegaba de ella. La llamaba madre y me arrodillaba entre lágrimas; la llamaba amada y presentía su beso, que todo lo colmaba; la llamaba demonio y prostituta, vampiro y asesino. Me inspiraba los sueños más tiernos y las más salvajes obscenidades; para ella nada era demasiado bueno o demasiado agradable, demasiado malo o demasiado bajo.
Pasé todo aquel invierno sacudido por una tormenta interior, difícil de describir. Estaba acostumbrado a la soledad; no me molestaba. Vivía con Demian, con el gavilán, con la imagen de mi sueño que era mi destino y mi amada. Aquello me bastaba para vivir, porque estaba dirigido hacia la grandeza y la lejanía y me conducía a Abraxas. Pero ninguno de estos sueños, ninguno de mis pensamientos me obedecía; no podía hacerles surgir o darles color cuando yo quería. Ellos venían y me asaltaban; me dominaban y determinaban mi vida.
Hacia fuera estaba protegido. No tenía miedo de los hombres; y mis compañeros, que lo habían descubierto ya, me mostraban un secreto respeto que me hacía sonreír. Si me lo proponía, podía poner al descubierto los pensamientos de la mayoría de ellos, dejándoles en algunas ocasiones admirados; pero me lo proponía muy pocas veces, casi nunca. Estaba siempre muy preocupado conmigo mismo. Deseaba desesperadamente vivir de una vez algo de la vida, dar algo de mi persona al mundo, entrar en relación y lucha con él. A veces, cuando caminaba por las calles al anochecer y no podía regresar a casa hasta media noche, creía que en aquellos momentos encontraría a mi amada, que aparecería tras la próxima esquina, que me llamaría desde la próxima ventana. Todo esto solía parecerme angustioso e insoportable y pensaba que algún día acabaría quitándome la vida.
En aquella época encontré un extraño refugio. Por «casualidad», como suele decirse. Pero esas casualidades no existen. Cuando alguien necesita algo con mucha urgencia y lo encuentra, no es la casualidad la que se lo proporciona, sino él mismo. El propio deseo y la propia necesidad conducen a ello.
Hermann Hesse. Demian