Morir lentamente

Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito, repitiendo todos los días los mismos trayectos, quien no cambia de marca, no arriesga vestir un color nuevo y no le habla a quien no conoce.

Muere lentamente quien evita una pasión, quien prefiere el negro sobre blanco y los puntos sobre las «íes» a un remolino de emociones, justamente las que rescatan el brillo de los ojos, sonrisas de los bostezos, corazones a los tropiezos y sentimientos.

Muere lentamente quien no voltea la mesa cuando está infeliz en el trabajo, quien no arriesga lo cierto por lo incierto para ir detrás de un sueño, quien no se permite por lo menos una vez en la vida, huir de los consejos sensatos.

Muere lentamente quien no viaja, quien no lee, quien no oye música, quien no encuentra gracia en sí mismo.
Muere lentamente quien destruye su amor propio, quien no se deja ayudar.

Muere lentamente, quien pasa los días quejándose de su mala suerte o de la lluvia incesante.

Muere lentamente, quien abandona un proyecto antes de iniciarlo, no preguntando de un asunto que desconoce o no respondiendo cuando le indagan sobre algo que sabe.

Evitemos la muerte en suaves cuotas, recordando siempre que estar vivo exige un esfuerzo mucho mayor que el simple hecho de respirar. Solamente la ardiente paciencia hará que conquistemos una espléndida felicidad.


Pablo Neruda

Después

Después de tus besos, ¿llega la oscuridad?
Después de tu risa, ¿llega la soledad?
Después de tu mirada, ¿llega el vacío?
Después de ti... ¿qué?

Nocturna

¿Sabéis de ese miedo inconsciente, de ese aliento en la nuca en las noches oscuras y sin luna, mientras camináis apresuradamente por las callejuelas empedradas de la ciudad, escapando de un perseguidor invisible? Amigos, si sabéis de qué os hablo, sabed que aquella noche sentí algo aún peor que todo eso, pues al fin y al cabo, siempre llegaréis a casa con el corazón palpitante y peleando en silencio con vosotros mismos por temer a algo que no existe… O eso pensaba hasta entonces.

El susurro del aire rozando con las esquinas afiladas de las casas gritaba mi nombre, y callando con él venía la muerte. Un recodo tas otro, me hallaba intentando llegar hasta mi confortable hogar, un laberinto se me asemejaba el camino que día tras día había recorrido sin temor alguno… Hasta aquella noche. Las lúgubres paredes se reían de mí, impasibles ante la petición febril de ayuda que emanaban mis ojos, buscando refugio, algún lugar conocido, alguna taberna en la que esconderme de algo que sentía, no vivo sino muerto, a mi espalda. El silencio me gritaba que huyese, creedme si os digo que no había sentido tal opresión en mi pecho de tan callada que estaba la noche.

De pronto un ruido a mi espalda. ¡Sí! Lo había escuchado, y parecía una risa burlona… Era cierto, ¿o eran imaginaciones, paranoias provocadas por la adrenalina y la oscuridad? Me giré, deseando no encontrar nada a mi espalda, aunque esperando ver algún demonio, esos seres que nos asaltan desde las leyendas, los cuentos que escuchan los niños para que se vayan a dormir temprano. Esperad, creo que vi algo, una sombra que se deslizaba entre las sombras, más negra que la propia noche, pero… No, me negué a creerlo y volví a mirar al frente, dispuesto a seguir mi camino.

¡Ahí estaba! Era… ¿Una dama vestida de luto? El traje victoriano, con el pequeño sombrero y el velo negro cubriendo sus facciones, blancas entre la oscuridad en la que iba envuelta. No os puedo negar que me sobresalté, una dama a esas horas de la noche, paseando por aquel lugar y con su recatado atuendo. Sin duda una situación extraña.

–Bu, buenas… Buenas noches, madame.

Incluso con la sobredosis de adrenalina no había perdido mis modales, la saludé con una inclinación y retirando mi sombrero, aunque sin apartar mis ojos del brillo que adivinaba detrás del velo. Me incorporé de nuevo esperando algún signo de haber visto u oído mi saludo, pero sólo obtuve por respuesta el callado silencio proveniende de ella. De pronto y sin previo aviso se quitó el pequeño sombrero que sostenía el velo y pude contemplar sus bellas facciones. Pelo liso, negro, peinado con esmero y recogido con delicadeza. Unos ojos grandes, negros, lindos como piedras de obsidiana incrustadas en blanco e impoluto mármol. Sus labios, carnosos, sensuales, se adivinaban suaves, como su piel, bruñida por un artesano experimentado que siente pasión por su obra.

Toda ella era preciosa, no os mentiré, y sentí cómo mi corazón palpitaba agitadamente en mi pecho, intentando escapar de la prisión de mi cuerpo. Era una estrella caída del cielo que iluminaba aquella oscura noche…

–Buenas noches, monsieur. ¿Os encontráis bien? Tenéis mala cara…

–Sí, sí… Disculpadme, no era mi intención asustaros –dije mientras intentaba recuperar el aliento. Sin darme cuenta había dejado de respirar al ver su rostro debido a la impresión de ver a un ángel tan bello en aquel lugar.

Me tambaleé hasta la pared que tenía a mi derecha, intentando encontrar apoyo, pues me sentía mareado y débil. Ella se acercó corriendo hasta mí, supuse que para prestarme ayuda, y fue entonces cuando me asaltó aquel frío. Sentí cómo la vida se me escapaba y la muerte se iba apoderando de mi corazón. ¿Qué me estaba ocurriendo? En la ensoñación en la que me encontraba, luchando por mantenerme consciente y lúcido, vi cómo aquella dama estaba sobre mi cuerpo… ¡Me mordía el cuello! El horrible sonido de la sangre bajando por su garganta con cada sorbo acallaba mi intento de gritar ¿Una vampira, y tan bella? Vaya sino el mío, morir bajo los colmillos de una mujer preciosa… Al menos la muerte no tenía la faz de la calavera que siempre me había imaginado.

No sé cuánto tiempo pasó, pero no tenía fuerzas para mantener mis ojos abiertos, así que me sumí en un sueño, un torbellino que me engullía y me llevaba a las negras profundidades del mundo de los muertos, acompañado por ánimas en pena implorando perdón. Caí durante lo que me pareció una eternidad, hasta que abrí los ojos de nuevo. La luz me cegó, me quemó por dentro y tuve que volver a cerrarlos. Cada parte de mi ser pedía clemencia, el dolor era insoportable y no me permitía moverme, hasta que poco a poco se fue disipando y pude recuperar el control sobre mi cuerpo.

Poco a poco intenté volver a abrir los ojos, y esta vez comprobé que la claridad que antes me había herido no era sino el fulgor de unas brasas en una chimenea que tenía a mi izquierda, más allá de las cortinas de seda roja que envolvían la cama de satén negro en la que me encontraba. Cuando miré hacia mi derecha… Un cuerpo blanco, inmaculado, cubierto por las negras sábanas. Un cuerpo de mujer, de una mujer que me resultaba familiar… Conocía aquel pelo liso y lustroso, aquellos ojos grandes y brillantes, aquellos labios sugerentes, aquella piel tersa y delicada… La reconocí en aquel instante, y lejos de huir despavorido, me acerqué y la besé con infinita pasión. Lo comprendí en un instante y no temí lo que había sucedido.

Ella había sido mi muerte y la amé.

Te siento

Acaparas mis sentidos

Perfumas mi ser con tu dulce olor provocándome
Aún quema sobre mi piel tu lengua juguetona retándome
Cada vez que cierro los ojos ahí está tu cara sonriente
Saboreo mi mordisco prohibido en tu carne con deleite
No existe silencio para mí sin tu voz hablándome
No sé bien cómo sucedió, pero estás enamorándome

Indiano Jones

Indiano se encontraba en una situación peligrosa. A su izquierda se habría un abismo cubierto de brumas en el que apenas se escuchaba el río que lo había excavado durante eones. A su derecha estaba el iracundo jefe de la tribu, N’gada Butu, junto con los hombres del poblado portando lanzas y con porte asesino. Indiano había robado el mayor tesoro de la tribu, el tesoro prohibido, el tesoro que no se podía nombrar bajo pena de muerte… La virginidad de la hija del jefe N’gada Butu.

Indiano, recordando las enseñanzas del sabio Cho Juan en su cueva de Taganana decidió saltar hacia el vacío. Cuál fue la cara de los hombres cuando, esperando escuchar el ruido del valiente explorador al espachurrarse contra el fondo del barranco, oyeron una estruendosa carcajada.

El barranco no era sino una ladera empinada de no más de cuatro metros de altura, el río era un arroyo que apenas cubría hasta las rodillas y los vapores eran resultado de los vertidos de agua caliente procedentes de una central nuclear a poca distancia del poblado. Cuando se dieron cuenta del engaño, Indiano ya estaba lejos, comiéndose un pedazo de la pelota de gofio amasado que siempre llevaba como provisión de emergencia.

¿Cuáles habían sido las palabras de Cho Juan? Sólo Indiano las conocía y jamás hablaba de eso.

He dicho

– Mentís.
– ¿Qué decís?
– Mentís. Y vos de vos os reís, como yo me río de vos…
– No comprendo qué decís.
– Será porque no querís, que está claro, ¡vive Dios!
– Siempre fuisteis enigmático y epigramático y ático y retórico y simbólico y aunque os escucho flemático sabed que a mí lo hiperbólico no me resulta simpático.

La venganza de Don Mendo. Pedro Muñoz Seca.