No es fácil estar lejos, ser extranjero en tierra extranjera. Un animal acuático lejos del mar, un molino de viento sin su alisio, un cuerpo frío que no entra en calor. Pero como un navegante que no conoce su rumbo en la noche, miro al cielo buscando una estrella marcando el camino.
Y te encontré.
Cada vez que pensaba en ti, antes de que llegaras, te echaba de menos. Cada vez que tú o yo salíamos de la cama, extrañaba tu piel. Y antes de cada despedida anunciando que te marchabas de mi lado, anticipaba el sabor de tu partida.
Me preguntaste si lo iba a hacer y te dije que no. Te dije que no iba a llorar, y no lo hice por ti, por no hacer del adiós algo aún más difícil. Y tú tampoco lloraste, aunque en tus ojos veía ese particular brillo que acompaña a la tristeza. Lo sabes y lo sé, las ganas estaban ahí y las lágrimas brotaban hacia adentro, hacia ese espacio entre el alma y el corazón.
Otra vez me acompaña tu ausencia, los días y las noches, y de nuevo en amaneceres en que mi pequeña cama parece un palacio vacío, sin un calor que encienda su fuego.
Hasta que yo vaya a ti o tú vuelvas a mí, y nuestras ausencias se hagan de nuevo compañía mutuamente.