Desilusionado, seguí mi camino, no sabia adónde, para mí no había objetivos, ni aspiraciones, ni deberes. La vida sabía horriblemente amarga; yo sentía cómo el asco creciente desde hace tiempo alcanzaba su máxima altura, como la vida me repelía y me arrojaba fuera. Furioso, corrí a través de la ciudad gris, todo me parecía oler a tierra húmeda y a enterramiento. No; junto a mi fosa no había de estar ninguno de estos cuervos, con su traje talar y su sermoneo sentimental y de hermano en Cristo. Ah, dondequiera que mirara, dondequiera que enviase mis pensamientos, en parte alguna me aguardaba una alegría o un atractivo, en parte alguna atisbaba una seducción, todo hedía a corrupción manida, a putrefacta medioconformidad, todo era viejo, marchito, pardo, macilento, agotado. Santo Dios, ¿cómo era posible? ¿Cómo había podido yo llegar a tal extremo, yo, el joven lleno de entusiasmo, el poeta, el amigo de las musas, el infatigable viajero, el ardoroso idealista? ¿Cómo había venido esto tan lenta y solapadamente sobre mí, esta paralización, este odio contra la propia persona y contra los demás, esta cerrazón de todos los sentimientos, este maligno y profundo fastidio, este infierno miserable de la falta de corazón y de la desesperanza?
Hermann Hesse. El lobo estepario