Duermo con un cadáver, es mi compañero de cuarto desde hace años. Su cráneo descansa sobre una estantería mientras el resto de su cuerpo está dentro de una caja debajo de mi cama. La primera vez que nos vimos estaba dentro de una bolsa de basura, con tierra, trozos de tendón adheridos a sus huesos y todavía con fragmentos de cerebro dentro de su cráneo.
Lo metimos en la bañera con agua y lejía, lo cepillamos, lo blanqueamos y luego le dimos una mano de barniz. Si ahora tuviese la oportunidad de volver a recibir otro saco de huesos no lo haría igual: la lejía destroza las paredes celulares y acelera la osteoporosis, y no usaría aceite de teca para barnizar, más bien algún tipo de laca transparente que mantuviese el color original del hueso.
Siempre hay una primera vez para todo y pocas veces sale tan bien como querríamos. Aún así le tengo aprecio a mi compañero huesudo, sé que una vez vivió pero una vez muerto nadie fue a renovar su estancia en el antiguo cementerio de La Laguna. Mi prima, estudiante de medicina, se hizo cargo de él y luego pasó a mis manos. Nos ha ayudado a estudiar la parte ósea de la asignatura de Anatomía humana, y le estoy muy agradecido.
No, no le he puesto nombre. A veces lo llamo Juan, otras veces Pepe, y alguna vez también lo he llamado Jaime. Simplemente es mi compañero, da igual su nombre. Ha visto muchas cosas con sus cuencas vacías y me ha dejado escudriñar dentro de su cabeza literalmente. Tenemos una relación sólida, sin lugar a dudas.