No sé, acabo de llegar de prácticas y tengo ganas de escribir un relato corto sobre el que estuve pensando al mediodía antes de marcharme. El título es improvisado pero bueno, se hace lo que se puede.
La máquina de los sentimientos
La primera y última vez que lo vi estaba postrado sobre aquella superficie metálica. No se movía, pero sabía que estaba vivo, sin duda que no podía estar muerto. Cuando lo tomé entre mis manos estaba frío, pálido, y yo lo miraba con una fascinación tal que a duras penas lograron persuadirme para separarme de él –«Perdone, es la hora. Todo está preparado».
Cuidadosamente lo coloqué en aquel lecho caliente, y estoy seguro que si hubiese podido hablar me hubiese confirmado que allí se encontraba mucho mejor. Le conecté como mejor pude aquellos pequeños tubos por los que circularía el líquido tibio. Los comprobé sistemáticamente uno a uno, no quería que por algún error mío algo saliese mal –«Todo correcto, sigamos por favor».
Me vi obligado a colocar a cada lado de su pequeño cuerpo dos pequeñas placas metálicas para obligarle a moverse. Sé que fue cruel por mi parte, pero era necesario por su bien que se revolviese de aquella manera intentando separarse de aquel tacto tan frío y molesto. Cuando comprobé que el líquido fluía al fin por aquellos conductillos me regocijé al comprobar que todo marchaba bien, aunque temía que con tanto pataleo nervioso acabase por soltarlos de su lugar, pero no fue así. Sé que entonces él comprendió que así debía ser todo, no había otra manera –«Muy bien, limpia por aquí».
Sabía que este momento tenía que llegar, la inevitable despedida, y él al instante lo comprendió y lo asumió. Lo arropé dulcemente en aquel calor, y cerré aquel lugar con barrotes de acero. La puerta se cerró y él quedó allí, con aquel pataleo que sabía no iba a cesar hasta dentro de mucho tiempo. Luego, la recompensa del trabajo bien realizado –«El transplante ha sido un éxito, doctor».
Sin duda, aquél era un buen corazón.