La cita de la mañana

Corralejo, Lobos y LanzaroteSuena un pitido insistente que me resulta desagradablemente familiar. «No tenía que haberme acostado tan tarde anoche» pienso mientras me levanto mecánicamente de la cama para hacer callar al insistente despertador. Son las ocho y media de la mañana, lo sé porque ayer configuré la alarma. En mi cabeza visualizo las palabras que se van transformando en números para luego volver a convertirse en palabras de nuevo. Es curioso, porque tienen color negro y verde, y hasta textura rugosa… ¡Diablos! Estoy sentado en el borde de la cama y sigo soñando con los ojos abiertos.

Al fin consigo reunir fuerza de voluntad. Me dirijo al baño a ver si el agua logra llevarse consigo el sudor de la noche y la petición de sueño que mi cuerpo y mi mente imploran. De nuevo me ocurre lo mismo que otras veces, realizo la ablución de manera automática mientras mi mente se dedica a divagar sobre todo en general y nada en particular. La ducha es para mí tanto un lugar como un ritual a la vez, y siempre ha tenido ese efecto sobre mí, quizás porque me considero un animal acuático o porque las sensaciones que me regala el agua me hacen entrar en una especie de trance.

Una sacudida de realidad me saca de mis fantasías, ¡se me hace tarde! Tarde, aunque todavía tengo tiempo de sobra, pero tarde respecto a mi horario pactado de manera tácita. De pronto la ráfaga de aire frío, el contraste de temperatura, y me miro en el espejo. ¿Quién es ese? Reconozco el pelo corto, las familiares entradas, algunas facciones algo más avejentadas que la última vez que le miré pero… ¿Esa barba? Debería afeitarme pero no me apetece demasiado, ya lo haré mañana. Además, a ella le gusta cuando tengo barba de dos días.

Lentillas, desodorante, ropa interior, pantalón vaquero, camiseta, zapatillas… Conozco el clima, sé que rara vez deja de hacer frío por la mañana o por la noche, sólo podría variar durante el tiempo que transcurre entre esos dos momentos del día, así que agarro la chaqueta y emprendo mi odisea como hiciera el héroe de Homero al partir del puerto de Ítaca.

No me importaría que ella fuese mi sirena.

Pensamiento del día

Day 69: When I grow up

Conforme vamos creciendo tenemos menos sueños y es una lástima.

De noche una cama puede parecer mucho más vacía y fría.

Que te guste tu cuerpo es una utopía, aceptarlo tal y como es resulta poco probable, desear cambiar algo es lo más normal y odiarlo es un grave problema.

Conversaciones con Demian

–¡Oh! ¿Por qué se lo ha dicho a usted? ¡Yo pasaba entonces el peor momento de mi vida! 

–Sí. Max me dijo: Sinclair tiene ahora que superar lo más difícil. Está intentando refugiarse en la masa; hasta se ha convertido en cliente asiduo de las tabernas. Pero no lo conseguirá. Su estigma está escondido pero arde en secreto. ¿No fue así?

–¡Oh, si! Así fue exactamente. Entonces encontré a Beatrice y por fin apareció un guía. Se llamaba Pistorius. Me di cuenta de por qué mi infancia había estado tan ligada a Max, de por qué no podía liberarme de él. Querida señora, querida madre, en aquellos días creí muchas veces que tenía que quitarme la vida. ¿Es el camino tan difícil para todos?

Me pasó la mano por el pelo, suavemente como el aire.

–Siempre es difícil nacer. Usted lo sabe; el pájaro tiene que luchar por salir del cascarón. Reflexione otra vez y pregúntese: ¿fue tan difícil el camino? ¿Fue sólo difícil? ¿No fue también hermoso? ¿Hubiera usted conocido uno más hermoso y más fácil?

Negué con la cabeza.

–Fue difícil –dije como en sueños–, fue difícil hasta que apareció el sueño.

Ella asintió y me miró intensamente.

–Sí, hay que encontrar el sueño de cada uno, entonces el camino se hace fácil. Pero no hay ningún sueño eterno; a cada sueño le sustituye uno nuevo y no se debe intentar retener ninguno.

Me sobrecogí profundamente. ¿Era aquello un aviso? ¿Era ya una advertencia? Pero no me importaba; estaba dispuesto a dejarme conducir por ella y no preguntar por la meta.

–No sé –dije– lo que ha de durar mi sueño. Quisiera que fuera eterno. Bajo la imagen del pájaro me ha salido a recibir el destino, como una madre, como una amada. A él le pertenezco y a nadie más.

–Mientras su sueño sea su destino, debe serle fiel –concluyó ella gravemente.

Se apoderó de mí la tristeza y el deseo ardiente de morir en aquella hora mágica. Sentí brotar las lágrimas incontenibles y arrasadoras: ¡ cuánto tiempo hacía que no lloraba! Bruscamente me aparté de ella, me acerqué a la ventana y miré con ojos ciegos por encima de las flores. A mi espalda oí su voz, tranquila y sin embargo tan llena de ternura, como un vaso de vino colmado hasta el borde.

–Sinclair, es usted un niño. Su destino le quiere. Un día le pertenecerá por completo, como usted lo sueña, si usted le es fiel.

Hermann Hesse. Demian

Pensamiento del día

Day 39: Music Abduction

La música te puede transportar a lugares insospechados, algunos más deseables que otros.

Quisiera que el sonido de tu respiración fuese la nana que acunase a mis sueños.

A veces me gusta hacerme el tonto sólo por poner a prueba a los demás y comprobar cuánto más tontos pueden llegar a ser.

Conversaciones con Demian

Con los ojos llenos de lágrimas contemplé mi dibujo y me encontré leyendo en mi propia alma. Bajé la mirada: bajo el dibujo del pájaro, en el marco de la puerta abierta había aparecido una mujer alta, vestida de oscuro. Era ella.

No fui capaz de articular ni una palabra. La hermosa y respetable dama me sonrió con un rostro que, como el de su hijo, no tenía edad e irradiaba una viva voluntad. Su mirada era la máxima realización, su saludo significaba el retorno al hogar. En silencio le tendí las manos. Ella las tomó con manos firmes y cálidas.

–Usted es Sinclair. En seguida le he reconocido. ¡Bienvenido!

Su voz era grave y cálida. Yo la bebí como un vino dulce y, levantando los ojos, los dejé descansar en sus rasgos serenos, en los negros y profundos ojos, sobre la boca fresca y madura, sobre la frente aristocrática y despejada que llevaba el estigma.

–¡Qué dichoso soy! –le dije, y besé sus manos–. Me parece haber estado toda mi vida de viaje y llegar ahora a mi patria.

Ella sonrió maternal.

–A la patria nunca se llega –dijo amablemente–. Pero cuando los caminos amigos se cruzan, todo el universo parece por un momento la patria anhelada.

Expresaba así lo que yo había sentido en mi camino hacia ella. Su voz y también sus palabras eran muy parecidas a las de su hijo y, sin embargo, diferentes. Todo en ella era más maduro, más cálido y más natural. Pero lo mismo que Max nunca dio la impresión de ser un chico, tampoco ella parecía madre de un hijo mayor: tan joven y dulce era el resplandor de su rostro y de su pelo, tan tersa y lisa era su piel dorada, tan floreciente su boca. Se erguía ante mi más grandiosa que en mi sueño; y en su proximidad era la felicidad, su mirada el cumplimiento de todas las promesas.

Esta era, pues, la nueva imagen en la que se mostraba mi destino; no severa o desoladora, sino madura y sensual. No tomé ninguna decisión, no hice ninguna promesa; había llegado a la meta, a un mirador desde el que el camino se mostraba amplio y maravilloso, dirigido hacia países de promisión, sombreado por los árboles de la felicidad próxima, refrescado por cercanos jardines del placer. Ya podía sucederme lo que fuera; era feliz de saber que esta mujer existía en el mundo, feliz de beber su voz y respirar su proximidad. Que se convirtiera en madre, amada o diosa, no importaba, con tal de que existiera, con tal de que mi camino condujera cerca del suyo.

Hermann Hesse. Demian

Conversaciones con Demian

–Pistorius –dije súbitamente, con una explosión de maldad que a mí mismo me asustó y sorprendió–, debiera usted contarme algún sueño, un sueño verdadero que haya tenido por la noche. Sabe, eso que me está ahora contando es… ¡tan arqueológico!

Nunca me había oído hablar así; en seguida me di cuenta, con vergüenza y angustia, de que la flecha que le había disparado, hiriéndole en el corazón, provenía de su propio arsenal, de que los reproches que a menudo le había oído hacerse irónicamente a sí mismo se los lanzaba yo ahora afilados con malicia.

Pistorius se percató de mi intención inmediatamente y se quedó callado. Le observé con el corazón en un puño y vi cómo se ponía profundamente pálido.

Después de un largo silencio, colocó un leño en el fuego y dijo muy tranquilo:

–Tiene usted razón, Sinclair, es usted muy inteligente. Procuraré no molestarle con arqueologías.

Habló muy sereno pero yo percibí perfectamente el dolor de la herida. ¿Qué había hecho? Estuve a punto de echarme a llorar; quise volverme hacia él con cariño, pedirle perdón, confirmarle mi amistad, mi profunda gratitud. Me acudieron a la mente palabras llenas de emoción; pero no pude pronunciarlas. Me quedé tumbado, mirando al fuego y callado. El tampoco habló. Y así permanecimos los dos, mientras el fuego se consumía y se desmoronaba; y con cada llama que se extinguía sentí que algo hermoso y profundo que nunca más volvería se apagaba y volatilizaba.

–Creo que me ha comprendido mal –dije por fin entre dientes con voz seca y ronca–. Estas estúpidas palabras sin sentido salieron mecánicamente de mi boca, como si las estuviera leyendo en un serial del periódico.

–Le comprendo perfectamente –dijo Pistorius–. Tiene usted razón –se interrumpió, luego siguió lentamente-. En la medida que un hombre puede tener razón contra otro hombre.

«¡No, no! –clamaba algo en mí–, no tengo razón.» Pero no pude decir nada. Sabía que con mi corta frase había puesto al descubierto su debilidad esencial, su problema y su herida. Había tocado el punto, en que él desconfiaba de sí mismo. Su ideal era «arqueológico»; Pistorius buscaba mirando hacia atrás, era un romántico. Y de pronto comprendí que lo que Pistorius había sido para mí no podía serlo para él mismo, y que tampoco podía darse a sí mismo lo que él me había dado. Me había enseñado un camino que le sobrepasaba y dejaba atrás, también a él, al guía. ¡Dios sabe cómo surgen semejantes palabras! Yo no me había propuesto nada, ni había tenido ni idea de la catástrofe que iba a provocar. Había dicho algo cuyo alcance no conocía en el momento de expresarlo; había cedido a una pequeña ocurrencia, un poco maliciosa, y ésta se había convertido en fatalidad. Había cometido una pequeña y desconsiderada grosería que se había convertido para él en una sentencia.

¡Cómo deseé aquel día que Pistorius se hubiera enfadado o defendido, que me hubiera gritado! Pero no lo hizo; yo lo tuve que resolver todo solo conmigo mismo. Pistorius hubiera sonreído si hubiese podido; pero no pudo, y por eso me di cuenta de lo hondo que le había herido. Pistorius, al recibir en silencio el golpe que yo, su indiscreto e ingrato discípulo, le asestaba, al darme la razón y reconocer mis palabras como su destino, me obligó a odiarme a mí mismo, al mismo tiempo que centuplicaba las proporciones de mi imprudencia. Al descargar el golpe había creído dar a un hombre fuerte y alerta; pero se trataba de un hombre callado y paciente, indefenso, que se rendía en silencio.

Estuvimos aún un largo rato tumbados ante el fuego que se extinguía; cada figura en las cenizas ardientes, cada brasa que se rompía, me traía a la memoria horas felices, hermosas y fecundas, aumentando más y más mi culpa y mi deuda frente a Pistorius. Finalmente, no pude resistir más; me levanté y me fui. Permanecí mucho tiempo delante de su puerta, en la escalera oscura, delante de la casa, esperando que quizá viniera detrás de mí. Por fin me marché y anduve horas y horas por la ciudad y las afueras, el parque y el bosque, hasta que se hizo de noche. Aquella noche sentí por primera vez el estigma de Caín sobre mi frente.

Lentamente comencé a reflexionar. Mis pensamientos empezaban acusándome y defendiendo a Pistorius; pero acababan siempre en lo contrario. Mil veces estuve a punto de arrepentirme y retirar mis precipitadas palabras; pero éstas habían sido verdad. Entonces conseguí comprender a Pistorius y reconstruir ante mis ojos su sueño: el de ser sacerdote, predicar la nueva religión, instaurar nuevas formas de fervor, de amor y adoración, crear nuevos mitos. Pero esto no era su fuerza ni su misión. Le gustaba demasiado permanecer en el pasado; conocía demasiado bien lo pretérito, sabía demasiadas cosas de Egipto, India, Mitra y Abraxas. Su amor estaba atado a imágenes que el mundo ya conocía y él sabia, en el fondo mejor que nadie, que lo nuevo debía ser diferente, que debía brotar de suelo virgen y no de los museos y de las bibliotecas. Su misión era quizás ayudar a los hombres a encontrarse a sí mismos, como me había ayudado a mí, pero no era darles lo insólito: los dioses nuevos.

En estos momentos tuve una certeza fulminante: cada uno tenía una «misión», pero ésta no podía ser elegida, definida, administrada a voluntad. Era un error desear nuevos dioses, y completamente falso querer dar algo al mundo. No existía ningún deber, ninguno, para un hombre consciente, excepto el de buscarse a sí mismo, afirmarse en su interior, tantear un camino hacia adelante sin preocuparse de la nieta a que pudiera conducir. Aquel descubrimiento me conmovió profundamente; éste fue el fruto de aquella experiencia. Yo había jugado a menudo con imágenes del futuro y soñado con papeles que me pudieran estar destinados, de poeta quizá, de profeta, de pintor o de cualquier otra cosa. Aquellas imágenes no valían nada. Yo no estaba en el mundo para escribir, predicar o pintar; ni yo ni nadie estaba para eso. Tales cosas sólo podían surgir marginalmente. La misión verdadera de cada uno era llegar a sí mismo. Se podía llegar a poeta o a loco, a profeta o a criminal; eso no era asunto de uno: a fin de cuentas, carecía de toda importancia. Lo que importaba era encontrar su propio destino, no un destino cualquiera, y vivirlo por completo. Todo lo demás eran medianías, un intento de evasión, de buscar refugio en el ideal de la masa; era amoldarse; era miedo ante la propia individualidad. La nueva imagen surgió terrible y sagrada ante mis ojos, presentida múltiples veces, quizá pronunciada ya otras tantas, pero nunca vivida hasta ahora. Yo era un proyecto de la naturaleza, un proyecto hacia lo desconocido, quizás hacia lo nuevo, quizás hacia la nada; y mi misión, mi única misión, era dejar realizarse este proyecto que brotaba de las profundidades, sentir en mí su voluntad e identificarme con él por completo.

Había probado mucha soledad. Pero ahora presentí que había una soledad más profunda, y que ésta era inevitable.

No hice ningún intento por reconciliarme con Pistorius. Seguimos siendo amigos pero la relación había cambiado. Hablamos una sola vez del asunto; mejor dicho, habló él. Dijo:

–Yo quise ser sacerdote, como usted sabrá. Hubiera querido ser sacerdote de la nueva religión que presentimos. No podré serlo jamás, lo sé; y lo sé desde hace mucho tiempo deseos, que son un lujo y una debilidad. Sería más grande y más justo si me ofreciera al destino sin ambiciones. Pero soy incapaz; es lo único que no puedo hacer. Quizás usted pueda hacerlo un día. Es muy difícil; es lo único verdaderamente difícil que existe, muchacho. He soñado muchas veces con ello, pero no puedo, me da miedo: no puedo existir tan desnudo y solo; también yo soy un pobre perro débil que necesita un poco de calor y comida y sentir de vez en cuando la proximidad de sus semejantes. El que no tiene ningún deseo excepto su destino, ése no tiene ya semejantes, está solo en medio del universo frío que le rodea. ¿Comprende usted?, como Jesús en Getsemani. Ha habido mártires que se han dejado crucificar a gusto; pero tampoco ellos eran héroes, no estaban liberados; también ellos deseaban algo que les resultara amable y familiar, y tenían modelos e ideales. Quien desee solamente cumplir su destino, no tiene modelo, ni ideales, nada querido y consolador. Este es el camino que habría que seguir. La gente como usted y como yo está muy sola; pero, al fin y al cabo, nosotros tenemos nuestra amistad, tenemos la satisfacción secreta de rebelarnos, de desear lo extraordinario. También hay que renunciar a eso cuando se quiere seguir el camino consecuentemente. Tampoco se puede querer ser revolucionario, ni mártir, ni dar ejemplo. Sería inimaginable.

Sí, era inimaginable; pero se podía soñar, presentir, intuir. Algunas veces, en momentos tranquilos, sentía algo de aquello. Y concentraba la mirada en mí mismo, contemplando mi destino en los ojos abiertos y fijos. Que estuvieran llenos de sabiduría o de locura, que irradiaran amor o profunda maldad, daba lo mismo. No había posibilidad de elección o deseo. Sólo existía la posibilidad de desearse a sí mismo, de desear el propio destino. Hasta este punto me había servido Pistorius de guía durante un trecho.

En aquellos días anduve como loco, con la tempestad desatada en mi interior; cada paso significaba un peligro; no veía nada más que la oscuridad abismal que se abría ante mis ojos y a la que conducían, perdiéndose en ella, todos los caminos que había conocido hasta entonces. En mi mente vislumbraba la imagen de un guía que se parecía a Demian y en cuyos ojos estaba escrito mi destino.

Escribí sobre un papel: «Mi guía me ha abandonado. Estoy en plena oscuridad. No puedo andar solo. ¡Ayúdame!»

Quería mandárselo a Demian, pero no lo hice. Cada vez que lo iba a hacer me parecía una estupidez carente de sentido. Pero me aprendí de memoria la pequeña oración y la repetía a menudo en mi mente; me acompañaba siempre. Y empecé a intuir lo que era rezar.

Hermann Hesse. Demian