Excepto a veces

Me va muy bien sin ti.

Excepto cuando cae una lluvia suave que gotea de las hojas como lágrimas, y entonces recuerdo la emoción que me provocaba estar abrigado en tus brazos, junto a tu pecho.

Te he olvidado tal y como debería, por supuesto que sí, excepto cuando miro tus fotos, escucho tu nombre aunque no seas tú a quien llama, o alguien que pasa a mi lado lleva tu mismo perfume.

Pero te he olvidado tal y como debería.

La verdad, qué idiota soy al pensar que la razón podría engañar a la emoción. ¿Qué hacer? ¿Debería enviar una carta? ¿Debería llamar una vez más? No, es mejor que siga con el plan.

Sin ti, por supuesto, pero me va muy bien.

Excepto tal vez en invierno, cuando el frío que repta por mi cuerpo intentando atraparme me recuerda el calor que nos regalábamos bajo las sábanas.

Pero me va muy bien sin ti, por supuesto que sí.

Excepto tal vez en primavera, en verano, o en otoño, aunque sé que nunca debería pensar en las estaciones que ya han pasado o que han de llegar, porque eso seguramente volvería a romper mi corazón en dos.

Esa enfermedad llamada felicidad

1890.La Laguna Llanos los ViejosLa felicidad te infecta, pero es una enfermedad deseada y esperada. Los verdaderos problemas aparecen como secuelas de su paso por nuestra alma, cuando se clavan donde más duele, en aquel espacio que antes ocupaba y daba calor.

Porque la felicidad te besa con fuego, y no puedes olvidar el recuerdo de sus labios, pero supongo que su boca no es para mí. Porque cuando se va, cuando se acaba, las cosas son más grises que antes, y las describes con frases y versos sobre lo que era, ya no es y no volverá a ser.

Pero no sabes lo que es la felicidad hasta que has aprendido el significado de la tristeza, cuando se marcha por la puerta y a veces ni le puedes decir adiós. No puedes saber lo que duelen los labios cuando besas a la felicidad, y cuando te toca pagar la cuenta con trozos de tu corazón y una desilusión de propina. No imaginas lo que duele pensar en el recuerdo de besar una mejilla surcada de lágrimas de tristeza, o mirar un atardecer de invierno con ojos sin ilusión.

Y es que ser estoico parece muy fácil en la teoría, pero no tanto en la práctica, porque la felicidad se irá y su ausencia traerá de nuevo todas esas cosas. Y ya se sabe que no se puede pensar con claridad cuando se siente intensamente.

Pero habrá muchas otras noches, en las que baile o simplemente mire bailar, o duerma arropado por el cariño, o sudoroso por la pasión. Habrá otras poesías que escribir, otras canciones que cantar, otras primaveras que florecer, otros labios que besar y sueños que hacer realidad. Pero claro, no será aquella felicidad que se marchó.

Aunque me hice prometer que me ilusionaría lo menos posible. Aunque pensé que el frío tacto del pecho de acero serviría de coraza. Pero aún funciona la máquina que, en su interior y con su propio compás, mueve mis sentimientos haciendo ruido.

Y sé qué pasará, porque caigo en las redes de la felicidad con mucha facilidad, como si lo estuviese deseando con demasiada intensidad. Pero ni yo entiendo muy bien la razón, porque a estas alturas ya debería estar escarmentado.

Equinoccio de primavera

P6170175

Llega la primavera y dicen que altera la sangre y los corazones, aunque como yo ando todo el año de la misma manera tampoco supone demasiada diferencia salvo por los posibles brotes de alergia.

Navego a la deriva y perdido
bajo la luz de un sol mortecino
a rastras y con pasos cansados
persiguiendo a quien huye de mí.

Vivo, pero a la vez algo muerto,
con un hueco en el centro del alma
que ocupara hace ya tanto tiempo
mi viejo espíritu malherido.

Sufre mi corazón de agujetas
por muchos latidos derramados
por otro corazón orgulloso,
por un amor no correspondido.

Un cuerpo maltrecho y dolorido
de huesos, carnes y sentimientos,
con una pena intensa en el pecho
por suspirar por quien no ha querido.

Mis ojos pasean su mirada
buscando cierto bálsamo en vano
que alivie por fin el sufrimiento
de vivir con este sino amargo.

Y seguimos viendo pasar las estaciones, cambiando el tiempo, los olores y también los colores, pero hay ciertas cosas que no cambian, nunca cambian…

Conversaciones con Demian

En el mismo parque donde había encontrado en el otoño a Alfons Beck, vi al comenzar la primavera, precisamente cuando los matorrales empezaban a ponerse verdes, a una muchacha que me llamó la atención. Yo había salido a pasear solo, lleno de pensamientos y preocupaciones desagradables porque mi salud estaba debilitada y además me encontraba constantemente en apuros económicos: debía ciertas cantidades a mis compañeros, tenía que inventar gastos necesarios para que me mandaran algo de casa, y había dejado acumular en varias tiendas cuentas de cigarros y cosas por el estilo. No es que estas preocupaciones fueran muy profundas; cuando mi estancia en el colegio tocara a su fin y yo me suicidara o fuera encerrado en un correccional, pensaba, todas estas minucias tampoco tendrían ya mucha importancia. Sin embargo, vivía constantemente cara a cara con estas cosas tan feas y sufría. Aquel día de primavera encontré en el parque a una muchacha que me atrajo mucho. Era alta y delgada, iba vestida elegantemente y tenía un rostro inteligente, casi de muchacho. Me gustó en seguida. Pertenecía al tipo de mujer que yo admiraba y empezó a ocupar mi fantasía. No sería mucho mayor que yo, pero estaba más hecha; era elegante y bien definida, casi ya una mujer, y tenía un aire de gracia y juventud en el rostro que me cautivó.

Nunca había conseguido acercarme a una chica de la que estuviera enamorado, y tampoco esta vez lo conseguí. Pero la impresión que me hizo fue más profunda que todas las anteriores y la influencia de este enamoramiento sobre mi vida fue decisiva.

De pronto volvió a alzarse ante mis ojos una imagen sublime y venerada. ¡Ah! ¡Ninguna necesidad, ningún deseo en mí tan profundo y fuerte como el de venerar y adorar! Le puse el nombre de Beatrice, nombre que conocía, sin haber leído a Dante, por una pintura inglesa cuya reproducción guardaba: una figura femenina, prerrafaelista, de esbeltos y largos miembros, cabeza fina y alargada y manos y rasgos espiritualizados. Mi joven y bella muchacha no se le parecía del todo, aunque tenía esa esbeltez un poco masculina que tanto me gustaba y algo de la espiritualidad del rostro.

Nunca crucé con Beatrice ni una palabra. Sin embargo, ejerció en aquella época una influencia profundísima sobre mí. Colocó ante mí su imagen, me abrió un santuario, me convirtió en un devoto que reza en un templo. De la noche a la mañana dejé de participar en las juergas y correrías nocturnas. De nuevo podía estar solo. Recobré el gusto por la lectura, por los largos paseos.

Esta súbita conversión me hizo blanco de todas las burlas. Pero ahora tenía algo que querer y venerar; tenía otra vez un ideal, la vida volvía a rebosar de intuiciones y misteriosos presagios; y aquello me inmunizaba. Volvía a encontrarme a mí mismo, aunque como esclavo y servidor de una imagen venerada.

Hermann Hesse. Demian

Desde la estepa

–Ahora estás realmente muy bien –dijo ella–; te prueba el baile. Quien no te haya visto desde hace un mes, apenas te reconocería.

–Sí –asentí–; desde hace años no me he encontrado tan perfectamente. Esto proviene todo de ti, Armanda.

–Oh, ¿no de tu hermosa María?

–No. Esa también es un regalo tuyo. Es maravilloso.

–Es la amiga que necesitabas, lobo estepario. Bonita, joven, alegre, muy inteligente en amor, y sin que puedas disponer de ella todos los días. Si no tuvieras que compartirla con otros, si no fuese para ti siempre un huésped fugitivo, no irían las cosas tan bien.

Sí; también esto tenía que concedérselo.

–Entonces, ¿tienes ahora, realmente, todo lo que necesitas?

–No, Armanda, no es así. Tengo algo muy bello y delicioso, una gran alegría, un amable consuelo. Soy verdaderamente feliz…

–Bien, entonces, ¿qué más quieres?

–Quiero más. No estoy contento con ser feliz, no he sido creado para ello, no es mi sino. Mi determinación es lo contrario.

–Entonces, ¿es ser desdichado? ¡Ah! Esto ya lo has sido con exceso antes, cuando a causa de la navaja de afeitar no podías ir a tu casa.

–No, Armanda; se trata de otra cosa. Entonces era yo muy desdichado, concedido. Pero era una desventura estúpida, estéril.

–¿Por qué?

–Porque de otro modo, no hubiese debido tener aquel miedo a la muerte, que, sin embargo, me estaba deseando. La desventura que necesito y anhelo, es otra; es de tal clase que me hiciera sufrir con afán y morir con voluptuosidad. Esa es la desventura o la felicidad que espero.

–Te comprendo. En esto somos hermanos. Pero ¿qué tienes contra la dicha que has encontrado ahora con María? ¿Por qué no estás contento?

–No tengo nada contra esta dicha, ¡oh, no!; la quiero, le estoy agradecido. Es hermosa como un día de sol en medio de una primavera lluviosa. Pero me doy cuenta de que no puede durar. También esta dicha es estéril. Satisface, pero la satisfacción no es alimento para mí. Adormece al lobo estepario, lo sacia. Pero no es felicidad para morir por ella.

–Entonces, ¿hay que morir, lobo estepario?

–¡Creo que sí! Yo estoy muy satisfecho de mi ventura, aún puedo soportarla durante una temporada. Pero cuando la dicha me deja alguna vez una hora de tiempo para estar despierto, para sentir anhelos íntimos, entonces todo mi anhelo no se cifra en conservar por siempre esta ventura, sino en volver a sufrir, aunque más bella y menos miserablemente que antes.

Armanda me miró con ternura a los ojos, con la sombría mirada que tan repentinamente podía aparecer en ella. ¡Ojos magníficos, terribles! Lentamente, eligiendo una a una las palabras y colocándolas con cuidado, dijo… en voz tan baja, que tuve que esforzarme para oírlo:

–Voy a decirte hoy una cosa, algo que sé hace ya tiempo, y tú también lo sabes ya, pero quizá no te lo has dicho a ti mismo todavía. Ahora te digo lo que sé acerca de ti y de mi y de nuestra suerte. Tú, Harry, has sido un artista y un pensador, un hombre lleno de alegría y de fe, siempre tras la huella de lo grande y de lo eterno, nunca satisfecho con lo bonito y lo minúsculo. Pero cuanto más te ha despertado la vida y te ha conducido hacia ti mismo, más ha ido aumentando tu miseria y tanto más hondamente te has sumido hasta el cuello en pesares, temor y desesperanza, y todo lo que tú en otro tiempo has conocido, amado y venerado como hermoso y santo, toda tu antigua fe en los hombres y en nuestro alto destino, no ha podido ayudarte, ha perdido su valor y se ha hecho añicos. Tu fe ya no tenía aire para respirar. Y la asfixia es una muerte muy dura. ¿Es exacto Harry? ¿Es ésta tu suerte?

Yo asentía y asentía.

–Tú llevabas dentro de ti una imagen de la vida, estabas dispuesto a hechos, a sufrimientos y sacrificios, y entonces fuiste notando poco a poco que el mundo no exigía de ti hechos ningunos, ni sacrificios, ni nada de eso, que la vida no es una epopeya con figuras de héroes y cosas por el estilo, sino una buena habitación burguesa, en donde uno está perfectamente satisfecho con la comida y la bebida, con el café y la calceta, con el juego de tarot y la música de la radio. Y el que ama y lleva dentro de silo otro, lo heroico y bello, la veneración de los grandes poetas o la veneración de los santos, ése es un necio y un quijote. Bueno. ¡Y a mí me ha ocurrido exactamente lo mismo, amigo mío! Yo era una muchacha de buenas disposiciones y destinada a vivir con arreglo a un elevado modelo, a tener para conmigo grandes exigencias, a cumplir dignos cometidos. Podía tomar sobre mí un gran papel, ser la mujer de un rey, la querida de un revolucionario, la hermana de un genio, la madre de un mártir. Y la vida no me ha permitido más que llegar a ser una cortesana de mediano buen gusto; ¡ya esto solo se ha hecho bastante difícil! Así me ha sucedido. Estuve una temporada inconsolable, y durante mucho tiempo busqué en mí la culpa. La vida, pensé, ha de tener al fin razón siempre; y si la vida se burlaba de mis hermosos sueños, habrán sido necios mis sueños, decía yo, y no habrán tenido razón. Pero esta consideración no servía de nada absolutamente. Y como yo tenía buenos ojos, y buenos oídos y era además un tanto curiosa, me fijé con todo interés en la llamada vida, en mis vecinos y en mis amistades, medio centenar largo de personas y de destinos, y entonces vi, Harry, que mis sueños habían tenido razón, mil veces razón, lo mismo que los tuyos. Pero la vida, la realidad, no la tenía. Que una mujer de mi especie no tuviera otra opción que envejecer pobre y absurdamente junto a una máquina de escribir al servicio de un ganadineros, o casarse con uno de estos ganadineros por su posición, o si no, convertirse en una especie de meretriz, eso era tan poco justo como que un hombre como tú tenga, solitario, receloso y desesperado, que echar mano de la navaja de afeitar. En mí era la miseria quizá más material y moral; en ti, más espiritual; la senda era la misma. ¿Crees que no soy capaz de comprender tu terror ante el foxtrot, tu repugnancia hacia los bares y los locales de baile, tu resistencia contra la música de jazz y todas estas cosas? Demasiado bien lo comprendo, y lo mismo tu aversión a la política, tu tristeza por la palabrería y el irresponsable hacer que hacemos de los partidos y de la Prensa, tu desesperación por la guerra, por la pasada y por la venidera, por la manera cómo hoy se piensa, se lee, se construye, se hace música, se celebran fiestas, se promueve la cultura. Tienes razón, lobo estepario, mil veces razón, y, sin embargo, has de sucumbir. Para este mundo sencillo de hoy, cómodo y satisfecho con tan poco, eres tú demasiado exigente y hambriento; el mundo te rechaza, tienes para él una dimensión de mas. El que hoy quiera vivir y alegrarse de su vida, no ha de ser un hombre como tú ni como yo. El que en lugar de chinchín exija música, en lugar de placer alegría, en lugar de dinero alma, en vez de loca actividad verdadero trabajo, en vez de jugueteo pura pasión, para ése no es hogar este bonito mundo que padecemos…

Ella miraba al suelo meditando.

–¡Armanda –exclamé conmovido–, hermana! ¡Qué ojos tan buenos tienes! Y, sin embargo, tú me enseñaste el foxtrot. ¿ Cómo te explicas esto, que hombres como nosotros, hombres con una dimensión de más, no podamos vivir aquí? ¿En qué consiste? ¿No pasa esto más que en nuestra época actual? ¿O fue siempre lo mismo?

–No sé. Quiero admitir en honor del mundo, que sólo sea nuestra época, que sólo sea una enfermedad, una desdicha momentánea. Los jefes trabajan con ahínco y con resultado preparando la próxima guerra, los demás bailamos foxtrots entretanto, ganamos dinero y comemos pralinés; en una época así ha de presentar el mundo un aspecto bien modesto. Esperamos que otros tiempos hayan sido y vuelvan a ser mejores, más ricos, más amplios, más profundos. Pero con eso no vamos ganando nada nosotros. Y acaso haya sido siempre igual…

–¿Siempre así como hoy? ¿Siempre sólo un mundo para políticos, arrivistas, camareros y vividores, y sin aire para las personas?

–No lo sé, nadie lo sabe. Además, da lo mismo. Pero yo pienso ahora en tu favorito, amigo mío, del cual me has referido a veces muchas cosas y hasta que has leído sus cartas: de Mozart. ¿Qué ocurriría con él? ¿Quién gobernó el mundo en su época, quién se llevó la espuma, quién daba el tono y representaba algo: Mozart o los negociantes, Mozart o los hombres adocenados y superficiales? ¿Y cómo murió y fue enterrado? Y así, pienso yo que ha sido acaso siempre y que siempre será lo mismo, y lo que en los colegios se llama y allí hay que aprendérselo de memoria para la cultura, con todos los héroes, genios, grandes acciones y sentimientos, eso es sencillamente una superchería, inventada por los maestros de escuela, para fines de ilustración y para que los niños durante los años prescritos tengan algo en qué ocuparse. Siempre ha sido así y siempre será igual, que el tiempo y el mundo, el dinero y el poder, pertenecen a los mediocres y superficiales, y a los otros, a los verdaderos hombres, no les pertenece nada. Nada más que la muerte.

–¿Fuera de eso, nada en absoluto?

–Si, la eternidad.

–¿Quieres decir el nombre, la fama para edades futuras?

–No, lobito; la fama, no. ¿Tiene ésta, acaso, algún valor? ¿Y crees tú por ventura que todos los hombres realmente verdaderos y completos han alcanzado la celebridad y son conocidos de las generaciones posteriores?

–No; naturalmente que no.

–Por consiguiente, la fama no es. La fama sólo existe también para la ilustración, es un asunto de los maestros de escuela. La fama no lo es, ¡ oh, no! Lo es lo que yo llamo la eternidad. Los místicos lo llaman el reino de Dios. Yo me imagino que nosotros los hombres todos, los de mayores exigencias, nosotros los de los anhelos, los de la dimensión de más, no podríamos vivir en absoluto si para respirar, además del aire de este mundo, no hubiese también otro aire, si además del tiempo no existiese también la eternidad, y ésta es el reino de lo puro. A él pertenecen la música de Mozart y las poesías de los grandes poetas; a él pertenecen también los santos, que hicieron milagros y sufrieron el martirio y dieron un gran ejemplo a los hombres. Pero también pertenece del mismo modo a la eternidad la imagen de cualquier acción noble, la fuerza de todo sentimiento puro, aun cuando nadie sepa nada de ello, ni lo vea, ni lo escriba, ni lo conserve para la posteridad. En lo eterno no hay futuro, no hay más que presente.

–Tienes razón –dije.

–Los místicos –continuó ella con aire pensativo– son los que han sabido más de estas cosas. Por eso han establecido los santos y lo que ellos llaman la . Los santos son los hombres verdaderos, los hermanos menores del Salvador. Hacia ellos vamos de camino nosotros durante toda nuestra vida, con toda buena acción, con todo pensamiento audaz, con todo amor. La comunión de los santos, que en otro tiempo era representada por los pintores dentro de un cielo de oro, radiante, hermosa y apacible, no es otra cosa que lo que yo antes he llamado la . Es el reino más allá del tiempo y de la apariencia. Allá pertenecemos nosotros, allí está nuestra patria, hacia ella tiende nuestro corazón, lobo estepario, y por eso anhelamos la muerte. Allí volverás a encontrar a tu Goethe y a tu Novalis y a Mozart, y yo a mis santos, a San Cristóbal, a Felipe Neri y a todos. Hay muchos santos que en un principio fueron graves pecadores; también el pecado puede ser un camino para la santidad, el pecado y el vicio, Te vas a reír, pero yo me imagino con frecuencia que acaso también mi amigo Pablo pudiera ser un santo. ¡Ah, Harry, nos vemos precisados a taconear por tanta basura y por tanta idiotez para poder llegar a nuestra casa! Y no tenemos a nadie que nos lleve; nuestro único guía es nuestro anhelo nostálgico.

Hermann Hesse. El lobo estepario

El águila y el cisne

El Teide nevado [y II]Iba el águila un día surcando el cielo, como era su menester, observando el mundo allá abajo en el suelo por si algo pudiese atraer su atención. Sus ojos escrutadores iban paseando de un lado a otro mientras pensaba en asuntos algo elevados para un rapaz aunque a él le entretenían en su día a día, durante el tiempo que transcurría entre la cacería y la distracción. Barruntando en su mente ideas, y a la vez que miraba sin realmente observar, se percató de pronto de una figura que destacaba sobre la espejada superficie de un lago así que movido por la curiosidad decidió acercarse un poco más.

Comenzó a describir círculos mientras descendía lentamente evitando de esta manera llamar demasiado la atención hasta que estuvo a la distancia suficiente como para reconocer a la conocida figura, la esbelta y elegante cisne que había conocido tiempo atrás, cuando la primavera hacía brotar colores de la tierra y la fauna del bosque bullía con la ensordecedora excitación de la estación. Decidió acercarse confiado hasta la rama del árbol más cercano a la cisne de manera que pudiesen mantener una conversación sin mucha dificultad.

Se saludaron con efusivas palabras y, aunque el águila hubiese deseado rozar su plumaje parduzco contra el blanco y algodonoso vestido de su compañera, ambos mantuvieron las distancias. El águila, tan perspicaz como casi siempre, supo que algo ocurría y decidió tomar las riendas de la conversación para llevarla al terreno sobre el que le interesaba indagar. La cisne quería permanecer dentro del lago, no quería salir de su dominio por nada del mundo y al águila no le apetecía nada mojarse en aquellas aguas que ya comenzando el otoño empezaban a estar algo frías. El águila no le daba demasiada importancia a este capricho de su compañera porque, al fin y al cabo, él era consciente que no estaba hecho para ser ave acuática y aceptaba esta limitación a la hora de estar más cerca de la cisne.

Hablaron largo y tendido, de los cambios que habían sucedido en el paisaje que les rodeada, de cómo el verde había dado paso al marrón otoñal, del hecho que las dos aves habían cambiado su modo de vida junto con el resto de los habitantes del bosque y hasta de las diferencias que habían aparecido en el plumaje de cada uno. Ninguno de los dos podía negar que disfrutaba de la conversación que le ofrecía el otro así que, después de ese encuentro y con bastante frecuencia, siempre volvían a quedar en el mismo lugar. La cisne siempre mantenía su costumbre de permanecer dentro del lago y el águila ya daba por hecho que esto no cambiaría, pero no le importaba porque estaban lo suficientemente cercanos como para poder hablar entre ellos sin ningún problema. Tan sólo cuando surgían ciertos temas que requerían una conversación en voz baja aparecían ciertas dificultades para hacerse entender y entonces se tomaban una licencia: el águila abandonaba su rama y se posaba en el suelo a la vez que la cisne se acercaba a la orilla.

El tiempo pasó y llegó el invierno, la mayor parte de las aves del bosque habían tomado la decisión de remontar el vuelo y viajar a tierras más cálidas huyendo del frío, todas menos la cisne. A ella le gustaba aquel lago, y aunque las aguas comenzaban a congelarse en algunos puntos de su superficie, y aunque el frío le provocaba molestias en su cuerpo sumergido, ella no deseaba moverse de allí. El águila intentó muchas veces en vano tratar de convencerla sobre lo que debía hacer, salir de aquel lugar y viajar a otra parte con un clima más agradable. Incluso, si no quería viajar sola él se ofrecía a acompañarla de muy buen grado, pero nada pudo conseguir. Para él era inevitable preocuparse por su compañera porque le importaba su bienestar y por eso insistía tan a menudo a pesar que la humedad de aquel sitio le calaba hasta los huesos y le provocaba dolor en sus articulaciones.

Un buen día, ya bien entrado el invierno, la cisne le pidió al águila que no volviese a hablar con ella más. Aunque el frío le hiciera temblar, a pesar de sufrir dolores en su cuerpo, ella había decidido quedarse allí en aquel lago ya casi helado por completo, aún a sabiendas de su más que seguro fatídico desenlace. El águila, como buen compañero, decidió respetar su decisión aunque no la compartía porque él, en su fuero interno, sabía perfectamente que no era la correcta y a la vez conocía cuál era la mejor opción posible; precisamente había intentado muchas veces hacer comprender a la cisne.

Se despidieron, no sin cierta amargura, y el águila ascendió buscando corrientes de aire más cálidas que le ayudasen en su viaje. Echó un último vistazo hacia abajo pero el níveo plumaje ya se confundía perfectamente con el paisaje y ni siquiera pudo lanzar una última mirada a modo de despedida ni tampoco logró comprobar si la cisne lo miraba a él allá arriba en el cielo.

Sigue siendo invierno en el lugar pero ha pasado tiempo desde ese último encuentro y la triste despedida. El águila desearía que terminase el invierno lo más pronto posible para que la primavera vuelva a hacer aparición en el bosque. Sin embargo, a menudo sobrevuela el lugar temiendo escuchar el canto de aquella compañera porque él sabe que los cisnes, antes de morir, cantan una última vez.