A menudo pienso que malgasté mi oportunidad contigo.
Quizá es una tontería, tal vez no es más que mi mente lógica tratando de imponerse sobre mi instinto emocional, tan sólo mi cerebro tratando de gritar argumentos más fuertes que los lupinos aullidos de mi atracción por ti. A lo mejor en realidad nunca fue… O nunca fue realidad… Pero los hechos me obligan a negarme a creerlo. Porque no fue algo figurado, no fue platónico, no fue fruto de una febril alucinación; los dos nos dijimos verdades, y por eso brotó el torrente de lava ígnea tanto tiempo guardado.
Pero de nuevo pienso que no aproveché el momento.
Porque lo cierto es que la sensación de pérdida que noto en el pecho y en el estómago es muy real, una somatización de la impotencia de la situación. Pero esa reacción visceral no surge por no poder cambiar mis decisiones pretéritas, no soy de los que se arrepienten del pasado, sino por no ser capaz de modificar el presente para lograr un futuro ideal, más amable, más natural, menos desapacible. Un porvenir, donde las noches estén regadas de tu respiración entrecortada por mis labios sobre los tuyos, mis dedos sobre, alrededor y dentro de tu piel, y que luego den paso a mañanas con tu pelo enredado sobre mi cara, descansando sobre tus pechos desnudos, con tu mano acariciando mi espalda.
Como cuando la claridad del alba delató a nuestros cuerpos, ya tarde.
Porque entonces el irrefrenable ímpetu de la pasión nueva se había marchado sin despedirse, dejando un hueco que ocupó el hastío excusado, el malestar tras la tormenta, los ruidos de pasos tras la puerta. Y yo no me daba cuenta de las señales porque tan sólo miraba tus ojos, besaba tu hombro, apretaba tu cuerpo contra el mío, y quería detener el vaivén del péndulo, el goteo de la clepsidra, el último grano de arena de aquel reloj en un instante eterno.
Y ahora, nuevamente, siento que el tiempo pasó demasiado rápido.
Porque después de ese estúpido protocolo de minutos, horas y días nos encontramos en los postreros momentos de algo que quizá pudo ser y no fue. Es inútil hablar de culpables, la responsabilidad de las propias decisiones recae en cada cual, y las intenciones no son importantes, tan sólo las consecuencias. Por eso, a mi manera, cargo con todo esto como el penitente que lleva un cilicio o se flagela para expiar alguna culpa que adivina como suya, como una sisífica piedra que empujar montaña arriba, como una sucesión de palabras escritas en el vacío con mi sangre y que nunca llegarán a su destino.
Un epitafio que reza «Aquí yace una nueva ilusión».