Pensamiento del día

Leal al teatro

Si la vida es una obra de teatro entonces todos somos actores que interpretamos un papel.

A veces tomar decisiones equivocadas da como resultado consecuencias correctas.

La simplicidad en la vida consiste en no querer más de lo que se tiene y aceptar que lo que creemos que poseemos no son más que ilusiones.

Microrrelatos

logo_smHace un momento me acordé que hará cosa de dos meses participé en el II Concurso de Microrrelatos SMs. He entrado de nuevo en la página y, además de comprobar que no he sido finalista, he podido ver en qué puestos han quedado mis creaciones en base a los votos que han recibido por parte de los usuarios. Se permitía el envío de un máximo de cinco microrrelatos y yo envié cuatro. Todos comienzan igual porque era un requisito del concurso, así como una longitud máxima de 160 caracteres sin contar con el título ni la entradilla, y el número que aparece al lado del título es el puesto en la clasificación final, todos bastante alejados del top 1000. Quizás debería haberlos promocionado más en las redes sociales para ganar más votos…

3457. El diario

Hace tiempo encontré… un diario. Tenía las tapas gastadas por el uso pero ninguna página escrita. Supongo que hay quien tiene miedo de ver sus propios pensamientos sobre el papel.

Me gustaba historia de alguien había tenido entre sus manos un lugar donde poder escribir sus ideas, que lo había manoseado y lo había llevado consigo, pero nunca se había atrevido a dar el paso. Cuando los pensamientos salen de nuestra cabeza para plasmarse en algo físico y nos enfrentamos a ellos cara a cara puede llegar a ser una experiencia inquietante.

2485. Una canción

Hace tiempo encontré… una canción. Nunca antes la había escuchado porque siempre estaba demasiado ocupado, incapaz de comprender la belleza de los pequeños detalles. Era el silencio.

Bueno, esto es una alegoría de los tiempos en los que vivimos, siempre ajetreados de un lado para otro e incapaces de aceptar no hacer nada con nuestro tiempo. Cuando nos detenemos y dejamos que el reloj simplemente siga su camino es entonces cuando nos damos cuenta de infinidad de detalles que se nos pasan por alto y que son realmente interesantes.

2129. Secretos

Hace tiempo encontré… un secreto. Lo mejor de los secretos es secretamente contarle a alguien tu secreto, añadiendo otro secreto a tu lista secreta de secretos. Ahora ya tengo dos.

Este fue el primer envío que hice y no me gusta nada, porque simplemente utilicé un «pensamiento del día» que resumí y adapté sólo por probar a participar en el concurso. Ha sido una sorpresa para mí que haya recibido tantos votos como para colocarse por delante de los otros dos que sí me gustan mucho más que este, paradojas de la vida.

1822. El sentido de la vida

Hace tiempo encontré… el sentido de la vida. Desde aquel momento estoy buscando la manera de olvidarlo.

Dicen que la ignorancia es felicidad, pero una vez que hemos aprendido algo nuestra mente no puede regresar al estado en el que se encontraba. Todos le damos un sentido a nuestra propia vida pero tal vez conocer la verdad absoluta sobre este hecho puede traer consigo consecuencias imprevistas, como la tristeza.

Molestias

Viajes interplanetariosMe llaman raro y llevan razón, porque a veces me siento un poco fuera de lugar, o en una época distinta, o en un planeta equivocado. Todo lo que se sale de la normalidad es extraño y es raro, y todo lo raro provoca en nosotros una sensación de miedo a lo desconocido. Las respuestas naturales a aquello que nos provoca miedo son la lucha o la huida pero eso no me molesta porque hay otras cosas que me molestan aún más.

Siempre me ha molestado esa clase de personas que se quejan de todo y no obstante no hacen nada por poner una solución a sus problemas, que se pasan el tiempo suspirando «ojalá» sin ni siquiera atreverse a llevar a cabo lo que sea necesario para alcanzar sus anhelos; que le confieren más importancia al qué dirán las opiniones de los demás y sin embargo sus oídos sordos hacen caso omiso a lo que les grita su conciencia y su corazón, que pierden su preciado tiempo en un alarde de virtuosismo a la hora de buscar excusas en lugar de preocuparse por intentar encontrar maneras, cuyas palabras y acciones se contradicen en un continuo y enfermizo devenir de incongruencias; personas que en una demostración de hipocresía se dicen heridas cuando se les muestra la verdad por la que tanto abogan y tanto les llena las fauces al declararse como mesías de la sinceridad, que falsamente interpretan papeles taimados con los que pretenden conseguir mediante engaños y manipulación aprovecharse de las buenas intenciones de quienes les toman por guardianes fieles de la confianza mutua.

Me molesta esa clase de personas pero sobre todo me molesta pensar que existe la posibilidad de que algún día tal vez me pueda convertir en una de ellas y terminar siendo todo aquello que siempre odié.

Pensamiento del día

Las desilusiones son peligros que acechan tras cada esquina.

La vida ya es lo bastante complicada como para intentar complacer a todo el mundo.

Una persona especial es aquella que cuando nos habla bajito al oído sentimos el cosquilleo de las palabras, como pasando las hojas de ese libro favorito, con el susurro del papel acariciando la yema de nuestros dedos.

Conversaciones con Demian

–Pistorius –dije súbitamente, con una explosión de maldad que a mí mismo me asustó y sorprendió–, debiera usted contarme algún sueño, un sueño verdadero que haya tenido por la noche. Sabe, eso que me está ahora contando es… ¡tan arqueológico!

Nunca me había oído hablar así; en seguida me di cuenta, con vergüenza y angustia, de que la flecha que le había disparado, hiriéndole en el corazón, provenía de su propio arsenal, de que los reproches que a menudo le había oído hacerse irónicamente a sí mismo se los lanzaba yo ahora afilados con malicia.

Pistorius se percató de mi intención inmediatamente y se quedó callado. Le observé con el corazón en un puño y vi cómo se ponía profundamente pálido.

Después de un largo silencio, colocó un leño en el fuego y dijo muy tranquilo:

–Tiene usted razón, Sinclair, es usted muy inteligente. Procuraré no molestarle con arqueologías.

Habló muy sereno pero yo percibí perfectamente el dolor de la herida. ¿Qué había hecho? Estuve a punto de echarme a llorar; quise volverme hacia él con cariño, pedirle perdón, confirmarle mi amistad, mi profunda gratitud. Me acudieron a la mente palabras llenas de emoción; pero no pude pronunciarlas. Me quedé tumbado, mirando al fuego y callado. El tampoco habló. Y así permanecimos los dos, mientras el fuego se consumía y se desmoronaba; y con cada llama que se extinguía sentí que algo hermoso y profundo que nunca más volvería se apagaba y volatilizaba.

–Creo que me ha comprendido mal –dije por fin entre dientes con voz seca y ronca–. Estas estúpidas palabras sin sentido salieron mecánicamente de mi boca, como si las estuviera leyendo en un serial del periódico.

–Le comprendo perfectamente –dijo Pistorius–. Tiene usted razón –se interrumpió, luego siguió lentamente-. En la medida que un hombre puede tener razón contra otro hombre.

«¡No, no! –clamaba algo en mí–, no tengo razón.» Pero no pude decir nada. Sabía que con mi corta frase había puesto al descubierto su debilidad esencial, su problema y su herida. Había tocado el punto, en que él desconfiaba de sí mismo. Su ideal era «arqueológico»; Pistorius buscaba mirando hacia atrás, era un romántico. Y de pronto comprendí que lo que Pistorius había sido para mí no podía serlo para él mismo, y que tampoco podía darse a sí mismo lo que él me había dado. Me había enseñado un camino que le sobrepasaba y dejaba atrás, también a él, al guía. ¡Dios sabe cómo surgen semejantes palabras! Yo no me había propuesto nada, ni había tenido ni idea de la catástrofe que iba a provocar. Había dicho algo cuyo alcance no conocía en el momento de expresarlo; había cedido a una pequeña ocurrencia, un poco maliciosa, y ésta se había convertido en fatalidad. Había cometido una pequeña y desconsiderada grosería que se había convertido para él en una sentencia.

¡Cómo deseé aquel día que Pistorius se hubiera enfadado o defendido, que me hubiera gritado! Pero no lo hizo; yo lo tuve que resolver todo solo conmigo mismo. Pistorius hubiera sonreído si hubiese podido; pero no pudo, y por eso me di cuenta de lo hondo que le había herido. Pistorius, al recibir en silencio el golpe que yo, su indiscreto e ingrato discípulo, le asestaba, al darme la razón y reconocer mis palabras como su destino, me obligó a odiarme a mí mismo, al mismo tiempo que centuplicaba las proporciones de mi imprudencia. Al descargar el golpe había creído dar a un hombre fuerte y alerta; pero se trataba de un hombre callado y paciente, indefenso, que se rendía en silencio.

Estuvimos aún un largo rato tumbados ante el fuego que se extinguía; cada figura en las cenizas ardientes, cada brasa que se rompía, me traía a la memoria horas felices, hermosas y fecundas, aumentando más y más mi culpa y mi deuda frente a Pistorius. Finalmente, no pude resistir más; me levanté y me fui. Permanecí mucho tiempo delante de su puerta, en la escalera oscura, delante de la casa, esperando que quizá viniera detrás de mí. Por fin me marché y anduve horas y horas por la ciudad y las afueras, el parque y el bosque, hasta que se hizo de noche. Aquella noche sentí por primera vez el estigma de Caín sobre mi frente.

Lentamente comencé a reflexionar. Mis pensamientos empezaban acusándome y defendiendo a Pistorius; pero acababan siempre en lo contrario. Mil veces estuve a punto de arrepentirme y retirar mis precipitadas palabras; pero éstas habían sido verdad. Entonces conseguí comprender a Pistorius y reconstruir ante mis ojos su sueño: el de ser sacerdote, predicar la nueva religión, instaurar nuevas formas de fervor, de amor y adoración, crear nuevos mitos. Pero esto no era su fuerza ni su misión. Le gustaba demasiado permanecer en el pasado; conocía demasiado bien lo pretérito, sabía demasiadas cosas de Egipto, India, Mitra y Abraxas. Su amor estaba atado a imágenes que el mundo ya conocía y él sabia, en el fondo mejor que nadie, que lo nuevo debía ser diferente, que debía brotar de suelo virgen y no de los museos y de las bibliotecas. Su misión era quizás ayudar a los hombres a encontrarse a sí mismos, como me había ayudado a mí, pero no era darles lo insólito: los dioses nuevos.

En estos momentos tuve una certeza fulminante: cada uno tenía una «misión», pero ésta no podía ser elegida, definida, administrada a voluntad. Era un error desear nuevos dioses, y completamente falso querer dar algo al mundo. No existía ningún deber, ninguno, para un hombre consciente, excepto el de buscarse a sí mismo, afirmarse en su interior, tantear un camino hacia adelante sin preocuparse de la nieta a que pudiera conducir. Aquel descubrimiento me conmovió profundamente; éste fue el fruto de aquella experiencia. Yo había jugado a menudo con imágenes del futuro y soñado con papeles que me pudieran estar destinados, de poeta quizá, de profeta, de pintor o de cualquier otra cosa. Aquellas imágenes no valían nada. Yo no estaba en el mundo para escribir, predicar o pintar; ni yo ni nadie estaba para eso. Tales cosas sólo podían surgir marginalmente. La misión verdadera de cada uno era llegar a sí mismo. Se podía llegar a poeta o a loco, a profeta o a criminal; eso no era asunto de uno: a fin de cuentas, carecía de toda importancia. Lo que importaba era encontrar su propio destino, no un destino cualquiera, y vivirlo por completo. Todo lo demás eran medianías, un intento de evasión, de buscar refugio en el ideal de la masa; era amoldarse; era miedo ante la propia individualidad. La nueva imagen surgió terrible y sagrada ante mis ojos, presentida múltiples veces, quizá pronunciada ya otras tantas, pero nunca vivida hasta ahora. Yo era un proyecto de la naturaleza, un proyecto hacia lo desconocido, quizás hacia lo nuevo, quizás hacia la nada; y mi misión, mi única misión, era dejar realizarse este proyecto que brotaba de las profundidades, sentir en mí su voluntad e identificarme con él por completo.

Había probado mucha soledad. Pero ahora presentí que había una soledad más profunda, y que ésta era inevitable.

No hice ningún intento por reconciliarme con Pistorius. Seguimos siendo amigos pero la relación había cambiado. Hablamos una sola vez del asunto; mejor dicho, habló él. Dijo:

–Yo quise ser sacerdote, como usted sabrá. Hubiera querido ser sacerdote de la nueva religión que presentimos. No podré serlo jamás, lo sé; y lo sé desde hace mucho tiempo deseos, que son un lujo y una debilidad. Sería más grande y más justo si me ofreciera al destino sin ambiciones. Pero soy incapaz; es lo único que no puedo hacer. Quizás usted pueda hacerlo un día. Es muy difícil; es lo único verdaderamente difícil que existe, muchacho. He soñado muchas veces con ello, pero no puedo, me da miedo: no puedo existir tan desnudo y solo; también yo soy un pobre perro débil que necesita un poco de calor y comida y sentir de vez en cuando la proximidad de sus semejantes. El que no tiene ningún deseo excepto su destino, ése no tiene ya semejantes, está solo en medio del universo frío que le rodea. ¿Comprende usted?, como Jesús en Getsemani. Ha habido mártires que se han dejado crucificar a gusto; pero tampoco ellos eran héroes, no estaban liberados; también ellos deseaban algo que les resultara amable y familiar, y tenían modelos e ideales. Quien desee solamente cumplir su destino, no tiene modelo, ni ideales, nada querido y consolador. Este es el camino que habría que seguir. La gente como usted y como yo está muy sola; pero, al fin y al cabo, nosotros tenemos nuestra amistad, tenemos la satisfacción secreta de rebelarnos, de desear lo extraordinario. También hay que renunciar a eso cuando se quiere seguir el camino consecuentemente. Tampoco se puede querer ser revolucionario, ni mártir, ni dar ejemplo. Sería inimaginable.

Sí, era inimaginable; pero se podía soñar, presentir, intuir. Algunas veces, en momentos tranquilos, sentía algo de aquello. Y concentraba la mirada en mí mismo, contemplando mi destino en los ojos abiertos y fijos. Que estuvieran llenos de sabiduría o de locura, que irradiaran amor o profunda maldad, daba lo mismo. No había posibilidad de elección o deseo. Sólo existía la posibilidad de desearse a sí mismo, de desear el propio destino. Hasta este punto me había servido Pistorius de guía durante un trecho.

En aquellos días anduve como loco, con la tempestad desatada en mi interior; cada paso significaba un peligro; no veía nada más que la oscuridad abismal que se abría ante mis ojos y a la que conducían, perdiéndose en ella, todos los caminos que había conocido hasta entonces. En mi mente vislumbraba la imagen de un guía que se parecía a Demian y en cuyos ojos estaba escrito mi destino.

Escribí sobre un papel: «Mi guía me ha abandonado. Estoy en plena oscuridad. No puedo andar solo. ¡Ayúdame!»

Quería mandárselo a Demian, pero no lo hice. Cada vez que lo iba a hacer me parecía una estupidez carente de sentido. Pero me aprendí de memoria la pequeña oración y la repetía a menudo en mi mente; me acompañaba siempre. Y empecé a intuir lo que era rezar.

Hermann Hesse. Demian

A la biblioteca

Biblioteca

Alguien se va a estudiar a la biblioteca y ese pequeño gesto me sirve de inspiración para un par de versos.

Entre páginas

En el papel traté de encontrar una idea
que meciera a mi mente como la marea
y dejase en la arena a mi barca varada
como un náufrago que por fin llega a la orilla.

Pero sé que en libros no voy a hallar respuesta
pues no hay palabras que destilen tu belleza.
Es una búsqueda de una utopía vana
que no me ofrecerá consuelo ni alegría.

Entonces te miro y de mí brota poesía,
y como si se tratase de una indulgencia
mis labios tan sólo esperan probar su esencia
pues tú eres mi fuente de agua fresca y limpia.

Los libros pueden ofrecer palabras que ayuden a expresarnos pero la verdadera inspiración nace de aquello que hace que nuestro corazón se agite.