Excepto a veces

Me va muy bien sin ti.

Excepto cuando cae una lluvia suave que gotea de las hojas como lágrimas, y entonces recuerdo la emoción que me provocaba estar abrigado en tus brazos, junto a tu pecho.

Te he olvidado tal y como debería, por supuesto que sí, excepto cuando miro tus fotos, escucho tu nombre aunque no seas tú a quien llama, o alguien que pasa a mi lado lleva tu mismo perfume.

Pero te he olvidado tal y como debería.

La verdad, qué idiota soy al pensar que la razón podría engañar a la emoción. ¿Qué hacer? ¿Debería enviar una carta? ¿Debería llamar una vez más? No, es mejor que siga con el plan.

Sin ti, por supuesto, pero me va muy bien.

Excepto tal vez en invierno, cuando el frío que repta por mi cuerpo intentando atraparme me recuerda el calor que nos regalábamos bajo las sábanas.

Pero me va muy bien sin ti, por supuesto que sí.

Excepto tal vez en primavera, en verano, o en otoño, aunque sé que nunca debería pensar en las estaciones que ya han pasado o que han de llegar, porque eso seguramente volvería a romper mi corazón en dos.

Una vez perdí mi nombre

Una vez perdí mi nombre, y poco a poco empecé a morir.

De la noche aquella a la mañana de después, como un regalo imprevisto, dejaste de llamarme «cariño», «mi amor» y tantas otras palabras que me hacían vivir. Y ya se sabe que aquello que no tiene nombre deja de ser, aunque esté ahí.

Me mentiste muchas veces; pequeñas pero numerosas mentiras.

Cada excusa que no me permitía verte, cada agobio y problema que te frenaba, cada explicación a las marcas que aparecían en tu piel. Eras como el sol de aquel invierno que compartimos, con calientes promesas que al final quedaban en calles frías y mojadas.

Aunque, mirándolo con perspectiva, tampoco nos podemos rendir demasiadas cuentas porque yo también te mentí, aunque sólo fuera una vez: cuando en los peldaños de aquella escalera me preguntaste si te quería.

Y yo te respondí.

Para olvidar

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No sé por qué regresaste justo ahora, cuando el olvido ya había hecho acto de presencia. Supongo que ya lo sabes, no lo sé, pero la tristeza ocupó el espacio que dejaste cuando te marchaste. De verdad, no sé para qué volviste…

Cuánto mal provoca recordar lo que ya no está.

La melancolía vuelve a echar raíces, y yo que pensé que el invierno había acabado con todo lo que había plantado en el jardín. Lo cierto es que es mejor guardar silencio. ¿Para qué hablar acerca de cosas que ya no existen? De verdad, no entiendo el porqué de tu retorno…

Ya ves que sigo hablando demasiado, y por eso es mejor callar.

Mis tristes poemas estuvieron conmigo como compañeros de mi soledad, pero nosotros tres no pudimos calentar aquel corazón. No sé si lo sabes, pero una parte de mí me abandonó y se fue contigo. La eché de menos un tiempo, hasta que empecé a olvidar lo que antes estaba dentro de ese hueco en mi pecho.

Pero ahora, otra vez, has vuelto… Y contigo aquel recuerdo que vuelve para doler.

Echo de menos el tacto del sol y del mar, pero tengo las manos deshechas de apretar el dolor. Y de nuevo has vuelto, hablando de cosas que no quiero escuchar, preguntando cosas que no quiero contestar, demandando cosas que no quiero dar…

De verdad, no sé que pretendes de mí… Mejor olvidemos los dos.

No detengas tu caminar para mirar ese árbol que se marchitó sin dar fruto. Ya es demasiado tarde, y tan sólo quedaron unas flores, ni vivas ni muertas, como epitafio del aroma que una vez te hizo suspirar. Lo que tengas de mí te lo puedes quedar, pero yo te devuelvo tu recuerdo.

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Por eso déjame desaparecer, no te aferres a mí, y me perderé en la niebla del ayer, como un pensamiento que no se puede recordar.

Qué lástima da llegar a la conclusión que al final, de todo aquello, ya no queda nada, nada que se pueda aprovechar. Sólo unas palabras vacías, que daban vueltas por mi cabeza y anclé a las páginas de este cuaderno. Cuando llegue el momento y la marea se las lleve ya carecerán de importancia, como esos troncos que el mar deja olvidados en alguna playa lejana.

Como Neruda una vez escribió, estos podrían ser los últimos versos que te escriba. Lo cierto es que te he echado de menos, lo justo para escribir otra vez unas cuantas palabras.

Palabras… Para olvidar.

Uno de esos sábados

Reflejo arquitectónico
No hace falta que me digas qué debería esperar de ti.
Sigo aquí, igual que siempre, por mi propia voluntad.
Dicen que la suerte sonríe a los que se atreven,
pero no me fue muy bien eso de dejarme llevar.
Tal vez lo mejor sea pasar de todo por completo
y dejar de usar la memoria como motivo y razón,
dejar de recordar aquel tiempo en el que tú y yo
hacíamos lo que queríamos sin buscar justificación.

Lo cierto es que ahora ya no podemos recuperar
todo aquello que nos regalamos alguna vez.
Tuvimos buenos momentos, o eso me parecía,
porque ya no sé si fueron sinceros de verdad.
De las tardes y noches de todos aquellos sábados
cuando nos refugiábamos entre sábanas en mi cama.
Refugiados del frío en la calle, en nuestros corazones,
y del frío del hambre de cariño de nuestras almas.

Protegía la memoria, por si acaso la olvidabas,
de aquel primer sábado de finales de octubre.
No la olvidaba, para que tú la recordaras,
hasta que un día dejó de importar lo suficiente.
Como si fuera una tradición de nuestro calendario,
fue también un sábado cuando terminó aquel otoño,
cuando cayó muerta la última hoja de nuestro árbol
y en el jardín tan sólo quedó este áspero invierno.

Ahora en perspectiva, ¿es esto lo que esperabas?
Mirando atrás, ¿no te despierta ninguna emoción?
Muéstrame algo de verdad, algo que sientas hoy,
algo que pienses, para entender esta situación.
No sé, tal vez has madurado y yo sigo igual de infantil,
y esta amnesia selectiva te parece como la libertad,
o simplemente eres de ese tipo que miente por hablar
y nunca se atreve a decir un adiós que suponga un final.

Esa enfermedad llamada felicidad

1890.La Laguna Llanos los ViejosLa felicidad te infecta, pero es una enfermedad deseada y esperada. Los verdaderos problemas aparecen como secuelas de su paso por nuestra alma, cuando se clavan donde más duele, en aquel espacio que antes ocupaba y daba calor.

Porque la felicidad te besa con fuego, y no puedes olvidar el recuerdo de sus labios, pero supongo que su boca no es para mí. Porque cuando se va, cuando se acaba, las cosas son más grises que antes, y las describes con frases y versos sobre lo que era, ya no es y no volverá a ser.

Pero no sabes lo que es la felicidad hasta que has aprendido el significado de la tristeza, cuando se marcha por la puerta y a veces ni le puedes decir adiós. No puedes saber lo que duelen los labios cuando besas a la felicidad, y cuando te toca pagar la cuenta con trozos de tu corazón y una desilusión de propina. No imaginas lo que duele pensar en el recuerdo de besar una mejilla surcada de lágrimas de tristeza, o mirar un atardecer de invierno con ojos sin ilusión.

Y es que ser estoico parece muy fácil en la teoría, pero no tanto en la práctica, porque la felicidad se irá y su ausencia traerá de nuevo todas esas cosas. Y ya se sabe que no se puede pensar con claridad cuando se siente intensamente.

Pero habrá muchas otras noches, en las que baile o simplemente mire bailar, o duerma arropado por el cariño, o sudoroso por la pasión. Habrá otras poesías que escribir, otras canciones que cantar, otras primaveras que florecer, otros labios que besar y sueños que hacer realidad. Pero claro, no será aquella felicidad que se marchó.

Aunque me hice prometer que me ilusionaría lo menos posible. Aunque pensé que el frío tacto del pecho de acero serviría de coraza. Pero aún funciona la máquina que, en su interior y con su propio compás, mueve mis sentimientos haciendo ruido.

Y sé qué pasará, porque caigo en las redes de la felicidad con mucha facilidad, como si lo estuviese deseando con demasiada intensidad. Pero ni yo entiendo muy bien la razón, porque a estas alturas ya debería estar escarmentado.

Conversaciones con Demian

La paz amable de las semanas y meses bajo la influencia de Beatrice se había esfumado. Entonces creí que había encontrado una isla y una paz. Así solía sucederme: cuando una situación me resultaba agradable, cuando un sueño me hacía bien, empezaba a secarse y a perder su fuerza. Era inútil añorarlos. Ahora vivía en un fuego de deseos insatisfechos y en una tensa espera que a veces me volvían loco por completo. La imagen de la amada de mis sueños surgía a menudo ante mis ojos con diáfana claridad, más viva que mi propia mano. Yo le hablaba, lloraba ante ella, renegaba de ella. La llamaba madre y me arrodillaba entre lágrimas; la llamaba amada y presentía su beso, que todo lo colmaba; la llamaba demonio y prostituta, vampiro y asesino. Me inspiraba los sueños más tiernos y las más salvajes obscenidades; para ella nada era demasiado bueno o demasiado agradable, demasiado malo o demasiado bajo.

Pasé todo aquel invierno sacudido por una tormenta interior, difícil de describir. Estaba acostumbrado a la soledad; no me molestaba. Vivía con Demian, con el gavilán, con la imagen de mi sueño que era mi destino y mi amada. Aquello me bastaba para vivir, porque estaba dirigido hacia la grandeza y la lejanía y me conducía a Abraxas. Pero ninguno de estos sueños, ninguno de mis pensamientos me obedecía; no podía hacerles surgir o darles color cuando yo quería. Ellos venían y me asaltaban; me dominaban y determinaban mi vida.

Hacia fuera estaba protegido. No tenía miedo de los hombres; y mis compañeros, que lo habían descubierto ya, me mostraban un secreto respeto que me hacía sonreír. Si me lo proponía, podía poner al descubierto los pensamientos de la mayoría de ellos, dejándoles en algunas ocasiones admirados; pero me lo proponía muy pocas veces, casi nunca. Estaba siempre muy preocupado conmigo mismo. Deseaba desesperadamente vivir de una vez algo de la vida, dar algo de mi persona al mundo, entrar en relación y lucha con él. A veces, cuando caminaba por las calles al anochecer y no podía regresar a casa hasta media noche, creía que en aquellos momentos encontraría a mi amada, que aparecería tras la próxima esquina, que me llamaría desde la próxima ventana. Todo esto solía parecerme angustioso e insoportable y pensaba que algún día acabaría quitándome la vida.

En aquella época encontré un extraño refugio. Por «casualidad», como suele decirse. Pero esas casualidades no existen. Cuando alguien necesita algo con mucha urgencia y lo encuentra, no es la casualidad la que se lo proporciona, sino él mismo. El propio deseo y la propia necesidad conducen a ello.

Hermann Hesse. Demian