Conversaciones con Demian

Quería tan sólo intentar vivir lo que
tendía a brotar espontáneamente de mí.
¿Por qué había de serme tan difícil?

Para contar mi historia tengo que empezar muy atrás. Si fuera posible, tendría que remontarme más, hasta los primeros años de mi infancia e incluso hasta la lejanía de mi procedencia.

Los poetas, cuando escriben novelas, acostumbran a actuar como si fueran Dios y pudieran dominar totalmente cualquier historia humana, comprendiéndola y exponiéndola como si Dios se la contase a sí mismo, sin velos, esencial en todo momento. Yo no soy capaz de hacerlo, como tampoco los poetas lo son. Sin embargo, mi historia me importa más que a cualquier poeta la suya, pues es la mía propia, y además es la historia de un hombre: no la de un ser inventado, posible, ideal o no existente, sino la de un hombre real, único y vivo. Lo que esto significa, un ser vivo, se sabe hoy menos que nunca, y por se destruye a montones de seres humanos, cada uno de los cuales es una creación valiosa y única de la naturaleza. Si no fuéramos algo más que seres únicos, sería fácil hacernos desaparecer del mundo con una bala de fusil, y entonces no tendría sentido contar historias. Pero cada hombre no es solamente él; también es el punto único y especial, en todo caso importante y curioso, donde, una vez y nunca más, se cruzan los fenómenos del mundo de una manera singular. Por eso la historia de cada hombre, mientras viva y cumpla la voluntad de la naturaleza, es admirable y digna de toda atención. en cada uno se ha encarnado el espíritu, en cada uno sufre la criatura, en cada uno es crucificado un salvador.

Pocos saben hoy qué es el hombre. Muchos lo presienten y por ello mueren más tranquilos, como yo moriré cuando yo haya de escribir esta historia.

No puedo adjudicarme el título de sabio. He sido un hombre que busca, y aún lo sigo siendo; pero ya no busco en las estrellas y en los libros, sino que comienzo a escuchar las enseñanzas que me comunica mi sangre. Mi historia no es agradeble, no es dulce y armoniosa como las historias inventadas. Tiene un sabor a disparate y a confusión, a locura y a sueño, como la vida de todos los hombres que ya no quieren seguir engañándose a sí mismos.

La vida de todo hombre es un camino hacia sí mismo, el intento de un camino, el esbozo de un sendero. Ningún hombre ha llegado a ser él mismo por completo; sin embargo, cada cual aspira a llegar, los unos a ciegas, los otros con más luz, cada cual como puede. Todos llevan consigo, hasta el fin, los restos de su nacimiento, viscosidades y cáscaras de huevo de un mundo primario. Unos nunca llegan a ser hombres; se quedan en rana, lagartija u hormiga. Otros son mitad hombre y mitad pez. Pero cada uno es un impulso de la Naturaleza hacia el hombre. Todos tenemos orígenes comunes: las madres; todos procedemos del mismo abismo; pero cada uno tiende a su propia meta, como un intento y una proyección desde las profundidades. Podemos comprendernos los unos a los otros, pero sólo a sí mismo puede interpretarse cada uno.

Hermann Hesse. Demian

Desde la estepa

Sabía muy poco de esta clase de criaturas y de vidas; sólo en el teatro había encontrado antes alguna vez existencias semejantes, hombres y mujeres, semiartistas, semimundanos. Ahora por vez primera miraba yo un poco en estas vidas extrañas, inocentes de una manera rara y de un modo raro pervertidas. Estas muchachas, pobres la mayor parte por su casa, demasiado inteligentes y demasiado bellas para estar toda su vida entregadas a cualquier ocupación mal pagada y sin alegría, vivían todas ellas unas veces de trabajos ocasionales, otras de sus gracias y de su amabilidad. En ocasiones se pasaban un par de meses tras una máquina de escribir, alguna temporada eran las entretenidas de hombres de mundo con dinero, recibían propinas y regalos, a veces vivían con abrigos de pieles en hoteles lujosos y con autos, en otras épocas en buhardillas, y para el matrimonio podía alguna vez ganárselas por medio de algún gran ofrecimiento, pero en general no llevaban esa idea. Algunas de ellas no ponían en el amor grandes afanes y sólo daban sus favores de mala gana y regateando el elevado precio. Otras, y a ellas pertenecía María, estaban extraordinariamente dotadas para lo erótico y necesitadas de cariño, la mayoría experimentadas también en el trato con los dos sexos; vivían exclusivamente para el amor, y al lado del amigo oficial, que pagaba, sostenían florecientes aún otras relaciones amorosas. Afanosas y ocupadas, llenas de preocupaciones y al mismo tiempo ligeras, inteligentes y a la vez inconscientes, vivían estas mariposas su vida tan pueril como refinada, con independencia, no en venta para cualquiera, esperando lo suyo de la suerte y del buen tiempo, enamoradas de la vida, y, sin embargo, mucho menos apegadas a ella que los burgueses, dispuestas siempre a seguir a su castillo a un príncipe de hadas y ciertas siempre de manera semiconsciente de un fin triste y difícil.

Hermann Hesse. El lobo estepario

Desde la estepa

Esta Armanda, a la que hoy veía yo por segunda vez, sabía todo lo mío, no me parecía posible tener nunca ya un secreto para ella. Podía ocurrir que ella acaso no hubiese comprendido del todo mi vida espiritual; en mis relaciones con la música, con Goethe, con Novalis o Baudelaire no podría acaso seguirme, pero también esto era muy dudoso, probablemente tampoco le costaría trabajo. Y aunque así fuera, ¿qué quedaba ya de mi «vida espiritual»? ¿No había saltado todo en astillas y no había perdido su sentido? Todo lo demás que me importaba, todos mis otros problemas personales, éstos sí había de comprenderlos, en ello no tenía yo duda. Pronto hablaría con ella del lobo estepario, del tratado, de tantas y tantas cosas que hasta entonces sólo habían existido para mí y de las cuales nunca había hablado una palabra con persona humana. No pude resistirme a empezar en seguida.

–Armanda –dije–: el otro día me sucedió algo maravilloso. Un desconocido me dio un pequeño librito impreso, algo así como un cuaderno de feria, y allí estaba descrita con exactitud toda mi historia y todo lo que me importa. Di, ¿no es asombroso?

–¿Y cómo se llama el librito? –preguntó indiferente.

–Se llama Tractat del lobo estepario.

–¡Oh, lobo estepario, es magnífico! ¿Y el lobo estepario eres tú? ¿Eso eres tú?

–Sí, soy yo. Yo soy un ente, que es medio hombre y medio lobo, o que al menos se lo figura así.

Ella no respondió. Me miró a los ojos con atención investigadora, miró mis manos, y por un momento volvió a su mirada y a su rostro la profunda seriedad y el velo sombrío de antes. Creí adivinar sus pensamientos, a saber, si yo sería bastante lobo para poder ejecutar su «última orden».

–Eso es naturalmente una figuración tuya –dijo ella, volviendo a la jovialidad–; o si quieres, una fantasía. Algo hay, sin embargo, indudablemente. Hoy no eres lobo, pero el otro día, cuando entraste en el salón, como caído de la luna, entonces no dejabas de ser un pedazo de bestia, precisamente esto me gustó.

Se interrumpió por algo que se le había ocurrido de pronto, y dijo con amargura:

–Suena esto tan mal, una palabra de esta clase como bestia o bruto. No se debería hablar así de los animales. Es verdad que a veces son terribles, pero desde luego son mucho más justos que los hombres.

–¿Qué es eso de «justo»? ¿Qué quieres decir con eso?

–Bueno, observa un animal cualquiera: un gato, un pájaro, o uno de los hermosos ejemplares en el Parque Zoológico: un puma o una jirafa. Verás que todos son justos, que ni siquiera un solo animal está violento o no sabe lo que ha de hacer y cómo ha de conducirse. No quieren adularte, no pretenden imponérsete. No hay comedia. Son como son, como la piedra y las flores o como las estrellas en el cielo. ¿Me comprendes?

Comprendía.

–Por lo general, los animales son tristes –continuó–. Y cuando un hombre está muy triste, no porque tenga dolor de muelas o haya perdido dinero, sino porque alguna vez por un momento se da cuenta de cómo es todo, cómo es la vida entera y está justamente triste, entonces se parece siempre un poco a un animal; entonces tiene un aspecto de tristeza, pero es más justo y más hermoso que nunca. Así es, y ese aspecto tenias, lobo estepario, cuando te vi por primera vez.

Hermann Hesse. El lobo estepario

Desde la estepa

Mucho se me había prometido allí, poderosamente habían aguijoneado mi curiosidad los ecos de aquel mundo extraño; con frecuencia medité horas enteras profundamente sobre esto. Y cada vez con mayor claridad me hablaba el aviso de aquellas inscripciones: “¡No para cualquiera!” y “¡Sólo para locos!” Loco, pues, tenía yo que estar y muy alejado de “cualquiera” si aquellas voces habían de llegar hasta mí y hablarme aquellos mundos. Dios mío, ¿no estaba yo hacía ya muchísimo tiempo bastante alejado de la vida de todos los hombres, de la existencia y del pensamiento de las personas normales, no estaba yo hacía muchísimo tiempo bastante apartado y loco? Y, sin embargo, en lo más íntimo de mi ser comprendía perfectamente la llamada, la invitación a estar loco, a arrojar lejos de mí la razón, el obstáculo, el sentido burgués, a entregarme al mundo hondamente agitado y sin leyes del espíritu y de la fantasía.

Hermann Hesse. El lobo estepario

Desde la estepa

-Esta también está bien, muy bien -dijo-; escuche usted la frase: «Hay que estar orgulloso del dolor; todo dolor es un recuerdo de nuestra condición elevada.» ¡Magnifico! ¡Ochenta años antes que Nietzsche! Pero no es ésta la sentencia a que yo me refería; espere usted, aquí la tengo. Vea: «La mayor parte de los hombres no quieren nadar antes de saber.» ¿No es esto espiritual? ¡No quieren nadar, naturalmente! Han nacido para la tierra, no para el agua. Y, naturalmente, no quieren pensar, como que han sido creados para la vida, ¡no para pensar! Claro, y el que piensa, el que hace del pensar lo principal, ése podrá acaso llegar muy lejos en esto; pero ése precisamente ha confundido la tierra con el agua, y un día u otro se ahogará.

Hermann Hesse. El lobo estepario

Pensamiento del día

Cada uno tiene sus propios héroes de la infancia, no te molestes en justificar los tuyos.

Los hombres estúpidos prefieren a las mujeres débiles como compañía.

Los hombres se dejan llevar por la amabilidad de las mujeres demasiado a menudo.