Son las nueve menos veinte, no me he movido del sitio y detrás de mí hay cincuenta personas más en la detenida procesión. En estos momentos las posibilidades se agolpan una detrás de otra: me niego a esperar tanto tiempo; bueno, no tenía nada que hacer, así que me quedo; maldita sea, no he comido nada y no me importaría tomarme un café con leche acompañando con cualquier cosa; no, si me voy tendré que colocarme al final de la cola que, en vista de los hechos, puede que sea mucho más numerosa.
Al final decido quedarme en mi sitio. Decido buscar a alguien con quien poder hablar entre los que están a mi alrededor y parecen estar más predispuestos a hacer más amena la espera. Empiezo a inspeccionar a mi alrededor.
Detrás de mí hay unas chicas con miradas de soslayo con ínfulas de actrices frustradas así que es preferible no intentarlo. Por los fragmentos de conversación que soy capaz de captar sé que acabaría con malestar estomacal por la sobredosis de superficialidad y estulticia. Además, aunque pudiese echar mano del sarcasmo y conseguir la privada diversión de reírme a su costa siento que no me apetece andar con esa clase de perspicacias a estas horas.
Justo delante hay otro grupo de chicas, se ve que son más jóvenes que los especímenes que están a mi espalda. Son un claro ejemplo de que la edad biológica no es correlativa a la madurez mental, y más si las comparamos con las gallinas que tengo detrás. Sin embargo, están hablando entre ellas y no considero correcto interrumpir su diálogo.
A mi izquierda, un chico algo mayor que yo, con barba y pelo largo recogido en una coleta. Tiene algunas canas y está escribiendo en su móvil un mensaje, así que espero a que termine para comenzar con el diálogo casual. Por suerte es de esas personas con las que casi instantáneamente sabes que te puedes llevar bien porque son capaces de entender tus bromas, tienen conversación inteligente y ganas de relacionarse.
En cosa de una hora hemos creado una suerte de pequeña república independiente dentro de la cola de gente que apenas se ha movido un par de metros. Ya no somos dos, se ha unido otro chico, el grupo de tres chicas que nos precede y una dicharachera señora mayor con muchísima verborrea. Incluso las urracas han dejado de gritar y son partícipes de mis bromas aunque no las haya invitado. No importa. Nos lo estamos pasando bien y eso es lo que cuenta.
Aún me sigue sorprendiendo que, a pesar de los problemas y las dificultades, siempre hay un momento para una sonrisa. Hay que aprovechar esos pequeños descansos, no suelen durar demasiado.