El águila y el cisne

El Teide nevado [y II]Iba el águila un día surcando el cielo, como era su menester, observando el mundo allá abajo en el suelo por si algo pudiese atraer su atención. Sus ojos escrutadores iban paseando de un lado a otro mientras pensaba en asuntos algo elevados para un rapaz aunque a él le entretenían en su día a día, durante el tiempo que transcurría entre la cacería y la distracción. Barruntando en su mente ideas, y a la vez que miraba sin realmente observar, se percató de pronto de una figura que destacaba sobre la espejada superficie de un lago así que movido por la curiosidad decidió acercarse un poco más.

Comenzó a describir círculos mientras descendía lentamente evitando de esta manera llamar demasiado la atención hasta que estuvo a la distancia suficiente como para reconocer a la conocida figura, la esbelta y elegante cisne que había conocido tiempo atrás, cuando la primavera hacía brotar colores de la tierra y la fauna del bosque bullía con la ensordecedora excitación de la estación. Decidió acercarse confiado hasta la rama del árbol más cercano a la cisne de manera que pudiesen mantener una conversación sin mucha dificultad.

Se saludaron con efusivas palabras y, aunque el águila hubiese deseado rozar su plumaje parduzco contra el blanco y algodonoso vestido de su compañera, ambos mantuvieron las distancias. El águila, tan perspicaz como casi siempre, supo que algo ocurría y decidió tomar las riendas de la conversación para llevarla al terreno sobre el que le interesaba indagar. La cisne quería permanecer dentro del lago, no quería salir de su dominio por nada del mundo y al águila no le apetecía nada mojarse en aquellas aguas que ya comenzando el otoño empezaban a estar algo frías. El águila no le daba demasiada importancia a este capricho de su compañera porque, al fin y al cabo, él era consciente que no estaba hecho para ser ave acuática y aceptaba esta limitación a la hora de estar más cerca de la cisne.

Hablaron largo y tendido, de los cambios que habían sucedido en el paisaje que les rodeada, de cómo el verde había dado paso al marrón otoñal, del hecho que las dos aves habían cambiado su modo de vida junto con el resto de los habitantes del bosque y hasta de las diferencias que habían aparecido en el plumaje de cada uno. Ninguno de los dos podía negar que disfrutaba de la conversación que le ofrecía el otro así que, después de ese encuentro y con bastante frecuencia, siempre volvían a quedar en el mismo lugar. La cisne siempre mantenía su costumbre de permanecer dentro del lago y el águila ya daba por hecho que esto no cambiaría, pero no le importaba porque estaban lo suficientemente cercanos como para poder hablar entre ellos sin ningún problema. Tan sólo cuando surgían ciertos temas que requerían una conversación en voz baja aparecían ciertas dificultades para hacerse entender y entonces se tomaban una licencia: el águila abandonaba su rama y se posaba en el suelo a la vez que la cisne se acercaba a la orilla.

El tiempo pasó y llegó el invierno, la mayor parte de las aves del bosque habían tomado la decisión de remontar el vuelo y viajar a tierras más cálidas huyendo del frío, todas menos la cisne. A ella le gustaba aquel lago, y aunque las aguas comenzaban a congelarse en algunos puntos de su superficie, y aunque el frío le provocaba molestias en su cuerpo sumergido, ella no deseaba moverse de allí. El águila intentó muchas veces en vano tratar de convencerla sobre lo que debía hacer, salir de aquel lugar y viajar a otra parte con un clima más agradable. Incluso, si no quería viajar sola él se ofrecía a acompañarla de muy buen grado, pero nada pudo conseguir. Para él era inevitable preocuparse por su compañera porque le importaba su bienestar y por eso insistía tan a menudo a pesar que la humedad de aquel sitio le calaba hasta los huesos y le provocaba dolor en sus articulaciones.

Un buen día, ya bien entrado el invierno, la cisne le pidió al águila que no volviese a hablar con ella más. Aunque el frío le hiciera temblar, a pesar de sufrir dolores en su cuerpo, ella había decidido quedarse allí en aquel lago ya casi helado por completo, aún a sabiendas de su más que seguro fatídico desenlace. El águila, como buen compañero, decidió respetar su decisión aunque no la compartía porque él, en su fuero interno, sabía perfectamente que no era la correcta y a la vez conocía cuál era la mejor opción posible; precisamente había intentado muchas veces hacer comprender a la cisne.

Se despidieron, no sin cierta amargura, y el águila ascendió buscando corrientes de aire más cálidas que le ayudasen en su viaje. Echó un último vistazo hacia abajo pero el níveo plumaje ya se confundía perfectamente con el paisaje y ni siquiera pudo lanzar una última mirada a modo de despedida ni tampoco logró comprobar si la cisne lo miraba a él allá arriba en el cielo.

Sigue siendo invierno en el lugar pero ha pasado tiempo desde ese último encuentro y la triste despedida. El águila desearía que terminase el invierno lo más pronto posible para que la primavera vuelva a hacer aparición en el bosque. Sin embargo, a menudo sobrevuela el lugar temiendo escuchar el canto de aquella compañera porque él sabe que los cisnes, antes de morir, cantan una última vez.

La ecuación de la distancia

Una vez más, el «Feisbuc» me ha servido de inspiración para escribir uno de mis famosos desvaríos. Esta ha sido la frase detonante:

La distancia no la marcan los kilómetros, sino las personas.

La mayor distancia que puede existir entre dos personas no depende de los metros sino del grado de interés. La siguiente ecuación lo explica:

La distancia aparente (la) es igual a la distancia real (l) partida por el grado de interés (int).

Puede parecer simple, pero tomando la distancia real como constante veamos cómo puede influir la variable int en el valor de la distancia aparente.

Si tomamos el interés «normal» como valor 1, el valor de la será igual a l.

Un interés «normal» no tiene influencia alguna entre la distancia aparente percibida por la persona y la distancia real. Este valor suele aparecer cuando la balanza no se ha inclinado hacia ningún lado, algo así como que da un poco igual. Personalmente creo que es un valor teórico que sólo debe ser considerado como punto de referencia del sistema.

Si el valor del interés es superior a 1, el valor de la será inferior a l.

Cuando comienza a aparecer algo de interés, por infinitesimal que sea, la distancia aparente percibida siempre será menor a la distancia real. Esta es la base de la predisposición que existe en el seno de una relación interpersonal y que a casi todos nos encanta.

Si el valor del interés es inferior a 1, el valor de la será superior a l.

Si el interés va desapareciendo de manera paulatina el valor de la distancia aparente percibida irá aumentando, algo así como una regla de tres simple inversa. Si en el anterior caso existía predisposición, en este lo que ocurre es que comienza el uso de excusas para justificar la falta de iniciativa. Como decía aquél, quien quiere algo encuentra una manera; quien no quiere nada encuentra una excusa.

Por último, si aceptamos que el menor valor posible para el interés es 0, el valor de la será infinito.

Este caso sólo puede ocurrir cuando no existe una relación interpersonal, ya sea porque ésta no ha iniciado o porque se ha llegado a su fin dando como resultado aversión.

c.q.d.

Qué hacer

Naranja iridiscente II
Qué le voy a hacer si mi mente se pone a imaginar
que disfruto de las flores que crecen en tu jardín,
que contemplamos cómo el sol se oculta tras el mar,
y mientras maldigo la distancia que me aleja de ti.

Qué le voy a hacer si me veo obligado a inventar,
que esculpo tu figura en frío y blanco marfil
deseando que la piedra en carne se pueda tornar
para, de esa manera, tu calor poder sentir.

Qué le voy a hacer si tan sólo me queda soñar
que mis temblorosas manos rodean tu cuerpo al fin
mientras mis labios impacientes pueden acariciar
todo aquello que me podría hacer realmente feliz.