Siempre había exigido de las mujeres, a las que amara, espiritualidad e ilustración, sin darme cuenta por completo nunca de que la mujer, hasta la más espiritual y la relativamente más ilustrada, no respondía jamás al logos dentro de mí, sino que en todo momento estaba en contradicción con él; yo les llevaba a las mujeres mis problemas y mis ideas, y me hubiese parecido de todo punto imposible amar más de una hora a una muchacha que no había leído un libro, que apenas sabía lo que era leer y no hubiese podido distinguir a un Tchaikowski de un Beethoven; María no tenía ninguna ilustración, no necesitaba estos rodeos y estos mundos de compensación; sus problemas surgían todos de un modo inmediato de los sentidos. Conseguir tanta ventura sensual y amorosa como fuera humanamente posible con las dotes que le habían sido dadas, con su figura singular, sus colores, su cabello, su voz, su piel y su temperamento, hallar y producir en el amante respuesta, comprensión y contrajuego animado y embriagador a todas sus facultades, a la flexibilidad de sus líneas, al delicadísimo modelado de su cuerpo, era lo que constituía su arte y su cometido. Ya en aquel primer tímido baile con ella había yo sentido esto, había aspirado este perfume de una sensualidad genial y encantadoramente refinada y había sido fascinado por ella.
Hermann Hesse. El lobo estepario
Comprensión
¿Cómo podemos pretender conocer a los demás si nosotros mismos no nos conocemos? Quizás no nos hemos parado a pensar que, simplificando, somos máquinas que se estudian a sí mismas. El hecho de ser parte de la incógnita ya nos impide alcanzar el conocimiento.
Una vez más llegan hasta mi mente aquellas palabras escritas hace tanto tiempo y digo yo, ¿por qué nos empeñamos en encasillar y juzgar? Simplemente porque es más fácil hacer causantes de nuestros problemas a los demás antes que hacer una introspección y hallar la causa en nosotros, nuestros actos. Todos recurrimos al locus de control externo porque nos resulta más sencillo echarle la culpa de nuestros problemas a las personas que nos rodean e interactúan con nosotros, al Sol porque aparece por el horizonte o a la Luna que nos mira con cara pálida.
El ejemplo más sencillo es el del niño que se tropieza con un juguete, cae al suelo, haciéndose daño, y comienza a llorar. ¿Cuál es la reacción natural de la madre? Primero mira si está bien, si se ha hecho mucho daño, y lo segundo es decir «juguete malo, juguete malo», ¿o no es cierto? Desde pequeños, con estos inocentes actos, nos comienzan a inculcar que nuestros problemas son por causa externa, cuando en realidad si el niño se hubiese fijado y hubiese esquivado el juguete no se habría caído. De nada sirve andar echándole culpa a nada o nadie, simplemente porque es más fácil actuar sobre nosotros mismos y corregirnos que andar modificando nuestro entorno y a los demás para evitar nuestros problemas. El fallo seguirá estando en nosotros, no le habremos puesto solución, y seguirá repitiéndose mientras no cambiemos al mundo o a nosotros.
Marcamos como causa de nuestros problemas a los demás, los etiquetamos con calificativos y los distribuimos en grupos porque es lo más fácil. Y es que en realidad no somos nosotros mismos, somos como nos califican los demás. Las apreciaciones subjetivas que hacemos los unos sobre los otros son las que nos definen, las que dictan si somos simpáticos, interesantes o prepotentes, no simplemente porque lo seamos de forma inherente.
Lo único importante al final es conocerse a sí mismo, pero como ya he dicho, es imposible. A lo único que podemos aspirar es a comprendernos, sólo que unos lo han conseguido en mayor medida que otros. Lo triste es que, a menudo, los que menos se comprenden son los que más juzgan y ahí radica el problema.