Sobre aquella colina decidí hacer un trato porque mi cuerpo quería vivir cerca del mar. Y con la sensación abrumadora del instante en realidad no sentía ninguna otra emoción. Creo recordar que me lo dijiste aquella vez: "este momento es el momento, y no habrá otro igual, y no hay nada más que pensar que en el ahora; nada más que disfrutar del aquí y dejarte llevar." Entonces podía escuchar la llamada de la aventura, de los caminos que se abrían ante nosotros. Pero también oía el gruñido de la inquietud porque en el horizonte una tormenta se formaba. No, nunca pensé que fuera fácil y lo sabes, porque en realidad ni tú ni yo lo somos. Mejor cambiemos de tema, hablemos de otras cosas, de mi mucho y de tu poco, de tu nada y de mi todo. Cuando aquella noche le susurré a tu pecho "no ha estado mal, pero creo que me voy a casa" en realidad lo hice porque no te sentía mi hogar. No fue por rencor, tan sólo regalaba sinceridad. Y ahora, cuando miro atrás, me pregunto a solas si es que aquel día dejaste que me marchara porque tú también sabías que era lo mejor o porque ya no tenías miedo a las noches sin mí.
Pensamiento del día
Sabes que no echas de menos a alguien cuando al pasar por esa calle ya no miras hacia su casa.
Algunas personas tan sólo quieren que alimentes su ego sin dar nada a cambio; eso es parasitismo.
Cuando te despides de alguien con un «no cambies nunca» en realidad esperas que continúe con los mismos fallos que ya conoces para que no te sorprenda ni te decepcione aún más.
Pensamiento del día
Decir que conoces a alguien por la primera impresión es como decir que sabes cómo es una casa sólo con ver su fachada.
Todo el mundo necesita a alguien alguna vez.
No intentes controlar las acciones de otra persona; lo bueno de dejar libertad es que tienes la oportunidad perfecta para conocer realmente cómo es.
Conversaciones con Demian
Frau Eva asistía con frecuencia a estas conversaciones pero nunca hablaba de esta forma. Era para cada uno de nosotros, cuando exteriorizábamos nuestros pensamientos, un oyente atento, un eco lleno de confianza, de comprensión; parecía que todos los pensamientos manaban de ella y volvían a ella. Estar a su lado, oír de vez en cuando su voz y participar en la atmósfera de madurez y espiritualidad que la rodeaba era para mí la felicidad.
Ella notaba en seguida cuándo se producía en mi un cambio, una confusión o una renovación. Me parecía que los sueños que yo tenía al dormir eran inspiraciones suyas. Muchas veces se los contaba y le resultaban comprensibles y naturales; no había dificultades que ella no siguiera con su clara intuición. Durante un tiempo tuve sueños que eran como reproducciones de nuestras conversaciones del día. Soñaba que todo el mundo estaba revolucionado y que yo, solo o con Demian, esperaba tenso el gran destino. Este permanecía oculto pero llevaba los rasgos de Frau Eva: ser elegido o rechazado por ella era el destino.
A veces me decía sonriente:
–Su sueño no está completo, Sinclair, ha olvidado usted lo mejor.
Y podía suceder que yo volviera a recordar nuevos fragmentos y no pudiera comprender cómo antes los había olvidado.
De vez en cuando me sentía inquieto y los deseos me atormentaban. Creía no poder resistir verla junto a mí sin estrecharla entre mis brazos. También esto lo notaba en seguida. Una vez estuve varios días sin aparecer; por fin volví confuso y ella me condujo a un lado y me dijo:
–No debe usted entregarse a deseos en los que no cree. Sé lo que desea. Pero tiene que saber renunciar a esos deseos o desearlos de verdad. Cuando llegue a pedir con la plena seguridad de que su deseo va a ser cumplido, éste será satisfecho. Sin embargo, usted desea y al mismo tiempo se arrepiente de ello con miedo. Hay que superar eso. Voy a contarle una historia.
Y me contó la historia de un muchacho enamorado de una estrella. Adoraba a su estrella junto al mar, tendía sus brazos hacia ella, soñaba con ella y le dirigía todos sus pensamientos. Pero sabía, o creía saber, que una estrella no puede ser abrazada por un ser humano. Creía que su destino era amar a una estrella sin esperanza; y sobre esta idea construyó todo un poema vital de renuncia y de sufrimiento silencioso y fiel que habría de purificarle y perfeccionarle. Todos sus sueños se concentraban en la estrella. Una noche estaba de nuevo junto al mar, sobre un acantilado, contemplando la estrella y ardiendo de amor hacia ella. En el momento de mayor pasión dio unos pasos hacia adelante y se lanzó al vacío, a su encuentro. Pero en el instante de tirarse pensó que era imposible y cayó a la playa destrozado. No había sabido amar. Si en el momento de lanzarse hubiera tenido la fuerza de creer firmemente en la realización de su amor, hubiese volado hacia arriba a reunirse con su estrella.
–El amor no debe pedir –dijo–, ni tampoco exigir. Ha de tener la fuerza de encontrar en sí mismo la certeza. En ese momento ya no se siente atraído, sino que atrae él mismo. Sinclair: su amor se siente atraído por mí. El día que me atraiga a sí, acudiré. No quiero hacer regalos. Quiero ser ganada.
Un tiempo después me contó otra historia. Se trataba de un enamorado que amaba sin esperanza. Se refugió por completo en su corazón y creyó que se abrasaba de amor. El mundo a su alrededor desapareció; ya no veía el azul del cielo ni el bosque verde; el arroyo ya no murmuraba, su arpa no sonaba; todo se había hundido, quedando él pobre y desdichado. Su amor, sin embargo, crecía; y prefirió morir y perecer a renunciar a la hermosa mujer que amaba. Entonces se dio cuenta de que su amor había quemado todo lo demás, de que tomaba fuerza y empezaba a ejercer su poderosa atracción sobre la hermosa mujer, que tuvo que acudir a su lado. Cuando estuvo ante él, que la esperaba con los brazos abiertos, vio que estaba transformada por completo; y, sobrecogido, sintió y vio que había atraído hacia sí a todo el mundo perdido. Ella se acercó y se entregó a él: el cielo, el bosque, el arroyo, todo le salió al encuentro con nuevos colores frescos y maravillosos; ahora le pertenecía, hablaba su lenguaje. Y en vez de haber ganado solamente una mujer, tenía el mundo entero entre sus brazos y cada estrella del firmamento ardía en él y refulgía gozosamente en su alma. Había amado y, a través del amor, se había encontrado a sí mismo. La mayoría ama para perderse.
Mi amor hacia Frau Eva era el único sentido de mi vida. Pero ella cambiaba cada día. A veces creía sentir con seguridad que no era su persona por la que se sentía atraída mi alma, sino que ella era un símbolo de mi propio interior que me conducía más y más hacia mí mismo. A menudo oía palabras de ella que me parecían respuestas de mi subconsciente a preguntas acuciantes que me atormentaban. Había momentos en los que me devoraba el deseo y besaba los objetos que habían tocado sus manos. Y lentamente fueron superponiéndose el amor sensual y el amor espiritual, la realidad y el símbolo. Podía suceder que en mi habitación pensara en ella con tranquila intensidad y sintiera su mano en mi mano y sus labios en los míos. Otras veces estaba con ella, miraba su rostro, le hablaba, escuchaba su voz y no sabía si era realidad o sueño. Comencé a intuir de qué modo se puede poseer un amor eternamente. A veces, leyendo un libro, descubría una nueva idea; era como un beso de Frau Eva. Me acariciaba el pelo y me dedicaba una sonrisa cálida y perfumada, y yo tenía la misma sensación de haber dado en mí un paso adelante. Todo lo que me era importante y definitivo, adquiría su figura. Ella podía transformarse en cada uno de mis pensamientos, y cada uno de mis pensamientos en ella.
Había temido las vacaciones de Navidad, que pasé en casa de mis padres, porque creía que iba a ser un tormento vivir dos semanas enteras lejos de Frau Eva. Pero no lo fue. Era una delicia estar en casa y pensar en ella. Cuando volví a H. pasé aún dos días sin ir a su casa para disfrutar de aquella seguridad e independencia de su presencia física. También tenía sueños en los que mi unión con ella se realizaba en nuevas formas simbólicas. Ella era un mar en el que yo desembocaba. Era una estrella y yo otra que caminaba hacia ella; y nos encontrábamos, nos sentíamos atraídos mutuamente, permanecíamos juntos, girando dichosamente el uno en torno al otro en órbitas próximas y armónicas.
Cuando volví a verla, le relaté este sueño.
–El sueño es hermoso –dijo tranquilamente–, hágalo realidad.
Hermann Hesse. Demian
Conversaciones con Demian
La paz amable de las semanas y meses bajo la influencia de Beatrice se había esfumado. Entonces creí que había encontrado una isla y una paz. Así solía sucederme: cuando una situación me resultaba agradable, cuando un sueño me hacía bien, empezaba a secarse y a perder su fuerza. Era inútil añorarlos. Ahora vivía en un fuego de deseos insatisfechos y en una tensa espera que a veces me volvían loco por completo. La imagen de la amada de mis sueños surgía a menudo ante mis ojos con diáfana claridad, más viva que mi propia mano. Yo le hablaba, lloraba ante ella, renegaba de ella. La llamaba madre y me arrodillaba entre lágrimas; la llamaba amada y presentía su beso, que todo lo colmaba; la llamaba demonio y prostituta, vampiro y asesino. Me inspiraba los sueños más tiernos y las más salvajes obscenidades; para ella nada era demasiado bueno o demasiado agradable, demasiado malo o demasiado bajo.
Pasé todo aquel invierno sacudido por una tormenta interior, difícil de describir. Estaba acostumbrado a la soledad; no me molestaba. Vivía con Demian, con el gavilán, con la imagen de mi sueño que era mi destino y mi amada. Aquello me bastaba para vivir, porque estaba dirigido hacia la grandeza y la lejanía y me conducía a Abraxas. Pero ninguno de estos sueños, ninguno de mis pensamientos me obedecía; no podía hacerles surgir o darles color cuando yo quería. Ellos venían y me asaltaban; me dominaban y determinaban mi vida.
Hacia fuera estaba protegido. No tenía miedo de los hombres; y mis compañeros, que lo habían descubierto ya, me mostraban un secreto respeto que me hacía sonreír. Si me lo proponía, podía poner al descubierto los pensamientos de la mayoría de ellos, dejándoles en algunas ocasiones admirados; pero me lo proponía muy pocas veces, casi nunca. Estaba siempre muy preocupado conmigo mismo. Deseaba desesperadamente vivir de una vez algo de la vida, dar algo de mi persona al mundo, entrar en relación y lucha con él. A veces, cuando caminaba por las calles al anochecer y no podía regresar a casa hasta media noche, creía que en aquellos momentos encontraría a mi amada, que aparecería tras la próxima esquina, que me llamaría desde la próxima ventana. Todo esto solía parecerme angustioso e insoportable y pensaba que algún día acabaría quitándome la vida.
En aquella época encontré un extraño refugio. Por «casualidad», como suele decirse. Pero esas casualidades no existen. Cuando alguien necesita algo con mucha urgencia y lo encuentra, no es la casualidad la que se lo proporciona, sino él mismo. El propio deseo y la propia necesidad conducen a ello.
Hermann Hesse. Demian
Conversaciones con Demian
En el mismo parque donde había encontrado en el otoño a Alfons Beck, vi al comenzar la primavera, precisamente cuando los matorrales empezaban a ponerse verdes, a una muchacha que me llamó la atención. Yo había salido a pasear solo, lleno de pensamientos y preocupaciones desagradables porque mi salud estaba debilitada y además me encontraba constantemente en apuros económicos: debía ciertas cantidades a mis compañeros, tenía que inventar gastos necesarios para que me mandaran algo de casa, y había dejado acumular en varias tiendas cuentas de cigarros y cosas por el estilo. No es que estas preocupaciones fueran muy profundas; cuando mi estancia en el colegio tocara a su fin y yo me suicidara o fuera encerrado en un correccional, pensaba, todas estas minucias tampoco tendrían ya mucha importancia. Sin embargo, vivía constantemente cara a cara con estas cosas tan feas y sufría. Aquel día de primavera encontré en el parque a una muchacha que me atrajo mucho. Era alta y delgada, iba vestida elegantemente y tenía un rostro inteligente, casi de muchacho. Me gustó en seguida. Pertenecía al tipo de mujer que yo admiraba y empezó a ocupar mi fantasía. No sería mucho mayor que yo, pero estaba más hecha; era elegante y bien definida, casi ya una mujer, y tenía un aire de gracia y juventud en el rostro que me cautivó.
Nunca había conseguido acercarme a una chica de la que estuviera enamorado, y tampoco esta vez lo conseguí. Pero la impresión que me hizo fue más profunda que todas las anteriores y la influencia de este enamoramiento sobre mi vida fue decisiva.
De pronto volvió a alzarse ante mis ojos una imagen sublime y venerada. ¡Ah! ¡Ninguna necesidad, ningún deseo en mí tan profundo y fuerte como el de venerar y adorar! Le puse el nombre de Beatrice, nombre que conocía, sin haber leído a Dante, por una pintura inglesa cuya reproducción guardaba: una figura femenina, prerrafaelista, de esbeltos y largos miembros, cabeza fina y alargada y manos y rasgos espiritualizados. Mi joven y bella muchacha no se le parecía del todo, aunque tenía esa esbeltez un poco masculina que tanto me gustaba y algo de la espiritualidad del rostro.
Nunca crucé con Beatrice ni una palabra. Sin embargo, ejerció en aquella época una influencia profundísima sobre mí. Colocó ante mí su imagen, me abrió un santuario, me convirtió en un devoto que reza en un templo. De la noche a la mañana dejé de participar en las juergas y correrías nocturnas. De nuevo podía estar solo. Recobré el gusto por la lectura, por los largos paseos.
Esta súbita conversión me hizo blanco de todas las burlas. Pero ahora tenía algo que querer y venerar; tenía otra vez un ideal, la vida volvía a rebosar de intuiciones y misteriosos presagios; y aquello me inmunizaba. Volvía a encontrarme a mí mismo, aunque como esclavo y servidor de una imagen venerada.
Hermann Hesse. Demian