–Pistorius –dije súbitamente, con una explosión de maldad que a mí mismo me asustó y sorprendió–, debiera usted contarme algún sueño, un sueño verdadero que haya tenido por la noche. Sabe, eso que me está ahora contando es… ¡tan arqueológico!
Nunca me había oído hablar así; en seguida me di cuenta, con vergüenza y angustia, de que la flecha que le había disparado, hiriéndole en el corazón, provenía de su propio arsenal, de que los reproches que a menudo le había oído hacerse irónicamente a sí mismo se los lanzaba yo ahora afilados con malicia.
Pistorius se percató de mi intención inmediatamente y se quedó callado. Le observé con el corazón en un puño y vi cómo se ponía profundamente pálido.
Después de un largo silencio, colocó un leño en el fuego y dijo muy tranquilo:
–Tiene usted razón, Sinclair, es usted muy inteligente. Procuraré no molestarle con arqueologías.
Habló muy sereno pero yo percibí perfectamente el dolor de la herida. ¿Qué había hecho? Estuve a punto de echarme a llorar; quise volverme hacia él con cariño, pedirle perdón, confirmarle mi amistad, mi profunda gratitud. Me acudieron a la mente palabras llenas de emoción; pero no pude pronunciarlas. Me quedé tumbado, mirando al fuego y callado. El tampoco habló. Y así permanecimos los dos, mientras el fuego se consumía y se desmoronaba; y con cada llama que se extinguía sentí que algo hermoso y profundo que nunca más volvería se apagaba y volatilizaba.
–Creo que me ha comprendido mal –dije por fin entre dientes con voz seca y ronca–. Estas estúpidas palabras sin sentido salieron mecánicamente de mi boca, como si las estuviera leyendo en un serial del periódico.
–Le comprendo perfectamente –dijo Pistorius–. Tiene usted razón –se interrumpió, luego siguió lentamente-. En la medida que un hombre puede tener razón contra otro hombre.
«¡No, no! –clamaba algo en mí–, no tengo razón.» Pero no pude decir nada. Sabía que con mi corta frase había puesto al descubierto su debilidad esencial, su problema y su herida. Había tocado el punto, en que él desconfiaba de sí mismo. Su ideal era «arqueológico»; Pistorius buscaba mirando hacia atrás, era un romántico. Y de pronto comprendí que lo que Pistorius había sido para mí no podía serlo para él mismo, y que tampoco podía darse a sí mismo lo que él me había dado. Me había enseñado un camino que le sobrepasaba y dejaba atrás, también a él, al guía. ¡Dios sabe cómo surgen semejantes palabras! Yo no me había propuesto nada, ni había tenido ni idea de la catástrofe que iba a provocar. Había dicho algo cuyo alcance no conocía en el momento de expresarlo; había cedido a una pequeña ocurrencia, un poco maliciosa, y ésta se había convertido en fatalidad. Había cometido una pequeña y desconsiderada grosería que se había convertido para él en una sentencia.
¡Cómo deseé aquel día que Pistorius se hubiera enfadado o defendido, que me hubiera gritado! Pero no lo hizo; yo lo tuve que resolver todo solo conmigo mismo. Pistorius hubiera sonreído si hubiese podido; pero no pudo, y por eso me di cuenta de lo hondo que le había herido. Pistorius, al recibir en silencio el golpe que yo, su indiscreto e ingrato discípulo, le asestaba, al darme la razón y reconocer mis palabras como su destino, me obligó a odiarme a mí mismo, al mismo tiempo que centuplicaba las proporciones de mi imprudencia. Al descargar el golpe había creído dar a un hombre fuerte y alerta; pero se trataba de un hombre callado y paciente, indefenso, que se rendía en silencio.
Estuvimos aún un largo rato tumbados ante el fuego que se extinguía; cada figura en las cenizas ardientes, cada brasa que se rompía, me traía a la memoria horas felices, hermosas y fecundas, aumentando más y más mi culpa y mi deuda frente a Pistorius. Finalmente, no pude resistir más; me levanté y me fui. Permanecí mucho tiempo delante de su puerta, en la escalera oscura, delante de la casa, esperando que quizá viniera detrás de mí. Por fin me marché y anduve horas y horas por la ciudad y las afueras, el parque y el bosque, hasta que se hizo de noche. Aquella noche sentí por primera vez el estigma de Caín sobre mi frente.
Lentamente comencé a reflexionar. Mis pensamientos empezaban acusándome y defendiendo a Pistorius; pero acababan siempre en lo contrario. Mil veces estuve a punto de arrepentirme y retirar mis precipitadas palabras; pero éstas habían sido verdad. Entonces conseguí comprender a Pistorius y reconstruir ante mis ojos su sueño: el de ser sacerdote, predicar la nueva religión, instaurar nuevas formas de fervor, de amor y adoración, crear nuevos mitos. Pero esto no era su fuerza ni su misión. Le gustaba demasiado permanecer en el pasado; conocía demasiado bien lo pretérito, sabía demasiadas cosas de Egipto, India, Mitra y Abraxas. Su amor estaba atado a imágenes que el mundo ya conocía y él sabia, en el fondo mejor que nadie, que lo nuevo debía ser diferente, que debía brotar de suelo virgen y no de los museos y de las bibliotecas. Su misión era quizás ayudar a los hombres a encontrarse a sí mismos, como me había ayudado a mí, pero no era darles lo insólito: los dioses nuevos.
En estos momentos tuve una certeza fulminante: cada uno tenía una «misión», pero ésta no podía ser elegida, definida, administrada a voluntad. Era un error desear nuevos dioses, y completamente falso querer dar algo al mundo. No existía ningún deber, ninguno, para un hombre consciente, excepto el de buscarse a sí mismo, afirmarse en su interior, tantear un camino hacia adelante sin preocuparse de la nieta a que pudiera conducir. Aquel descubrimiento me conmovió profundamente; éste fue el fruto de aquella experiencia. Yo había jugado a menudo con imágenes del futuro y soñado con papeles que me pudieran estar destinados, de poeta quizá, de profeta, de pintor o de cualquier otra cosa. Aquellas imágenes no valían nada. Yo no estaba en el mundo para escribir, predicar o pintar; ni yo ni nadie estaba para eso. Tales cosas sólo podían surgir marginalmente. La misión verdadera de cada uno era llegar a sí mismo. Se podía llegar a poeta o a loco, a profeta o a criminal; eso no era asunto de uno: a fin de cuentas, carecía de toda importancia. Lo que importaba era encontrar su propio destino, no un destino cualquiera, y vivirlo por completo. Todo lo demás eran medianías, un intento de evasión, de buscar refugio en el ideal de la masa; era amoldarse; era miedo ante la propia individualidad. La nueva imagen surgió terrible y sagrada ante mis ojos, presentida múltiples veces, quizá pronunciada ya otras tantas, pero nunca vivida hasta ahora. Yo era un proyecto de la naturaleza, un proyecto hacia lo desconocido, quizás hacia lo nuevo, quizás hacia la nada; y mi misión, mi única misión, era dejar realizarse este proyecto que brotaba de las profundidades, sentir en mí su voluntad e identificarme con él por completo.
Había probado mucha soledad. Pero ahora presentí que había una soledad más profunda, y que ésta era inevitable.
No hice ningún intento por reconciliarme con Pistorius. Seguimos siendo amigos pero la relación había cambiado. Hablamos una sola vez del asunto; mejor dicho, habló él. Dijo:
–Yo quise ser sacerdote, como usted sabrá. Hubiera querido ser sacerdote de la nueva religión que presentimos. No podré serlo jamás, lo sé; y lo sé desde hace mucho tiempo deseos, que son un lujo y una debilidad. Sería más grande y más justo si me ofreciera al destino sin ambiciones. Pero soy incapaz; es lo único que no puedo hacer. Quizás usted pueda hacerlo un día. Es muy difícil; es lo único verdaderamente difícil que existe, muchacho. He soñado muchas veces con ello, pero no puedo, me da miedo: no puedo existir tan desnudo y solo; también yo soy un pobre perro débil que necesita un poco de calor y comida y sentir de vez en cuando la proximidad de sus semejantes. El que no tiene ningún deseo excepto su destino, ése no tiene ya semejantes, está solo en medio del universo frío que le rodea. ¿Comprende usted?, como Jesús en Getsemani. Ha habido mártires que se han dejado crucificar a gusto; pero tampoco ellos eran héroes, no estaban liberados; también ellos deseaban algo que les resultara amable y familiar, y tenían modelos e ideales. Quien desee solamente cumplir su destino, no tiene modelo, ni ideales, nada querido y consolador. Este es el camino que habría que seguir. La gente como usted y como yo está muy sola; pero, al fin y al cabo, nosotros tenemos nuestra amistad, tenemos la satisfacción secreta de rebelarnos, de desear lo extraordinario. También hay que renunciar a eso cuando se quiere seguir el camino consecuentemente. Tampoco se puede querer ser revolucionario, ni mártir, ni dar ejemplo. Sería inimaginable.
Sí, era inimaginable; pero se podía soñar, presentir, intuir. Algunas veces, en momentos tranquilos, sentía algo de aquello. Y concentraba la mirada en mí mismo, contemplando mi destino en los ojos abiertos y fijos. Que estuvieran llenos de sabiduría o de locura, que irradiaran amor o profunda maldad, daba lo mismo. No había posibilidad de elección o deseo. Sólo existía la posibilidad de desearse a sí mismo, de desear el propio destino. Hasta este punto me había servido Pistorius de guía durante un trecho.
En aquellos días anduve como loco, con la tempestad desatada en mi interior; cada paso significaba un peligro; no veía nada más que la oscuridad abismal que se abría ante mis ojos y a la que conducían, perdiéndose en ella, todos los caminos que había conocido hasta entonces. En mi mente vislumbraba la imagen de un guía que se parecía a Demian y en cuyos ojos estaba escrito mi destino.
Escribí sobre un papel: «Mi guía me ha abandonado. Estoy en plena oscuridad. No puedo andar solo. ¡Ayúdame!»
Quería mandárselo a Demian, pero no lo hice. Cada vez que lo iba a hacer me parecía una estupidez carente de sentido. Pero me aprendí de memoria la pequeña oración y la repetía a menudo en mi mente; me acompañaba siempre. Y empecé a intuir lo que era rezar.
Hermann Hesse. Demian
Pensamiento del día
Pensamiento del día
Es imposible tener muchos amigos sin unos cuantos enemigos.
Muchas personas buscan la manera de conseguir calor para contrarrestar el frío que les provoca el hielo de sus almas.
Creo en el infierno porque sufro en él cada vez que no estás conmigo y también creo en el cielo porque me siento en él cuando estás a mi lado.
Diálogos irreales
Nadie puede negar que gracias a las nuevas tecnologías es muy fácil comunicarse con otra persona de manera rápida. Muy a menudo las conversaciones son diálogos escritos entre dos fotografías en una pantalla y casi nunca nos paramos a pensar en lo anodino de la situación.
Quisiera poder dejar de contemplar tu fotografía y convertirme de pronto en una cámara entre tus manos para así poder percibir tu tibia piel sobre la mía aunque estuviera hecha de duro metal e inerte plástico, y probar el agridulce sabor del sudor que regalan los poros de tu cuerpo bajo el calor del sol de verano. Deleitarme con tus ojos y la silueta de tu figura siendo yo cíclope que porta un monóculo cristalino, o percibir tu floral fragacia sin poseer nariz digna de tales perfumes secretos y afrodisíacos para luego grabar en mi olvidada memoria el timbre de tu voz que despierta en el penitente tantos anhelos. ¿Cuándo dejarás de ser una fría imagen congelada, una instantánea prisionera tras los barrotes del marco, silenciosas palabras que se suceden una tras otra en una frívola danza de letras a contratiempo? ¿Cuándo despertará al fin tu corazón del pesado tedio para convertirte en un ser de carne y hueso a mi lado?
La conversación tradicional cara a cara siempre será mejor.
Pensamiento del día
Toda gran idea comenzó inicialmente como un pequeño pensamiento.
No busques calor donde sólo puedes encontrar frío, es una pérdida de tiempo.
Cualquier religión no es más que un conjunto de supersticiones adornadas con moralina que se han convertido en dogmas a base de ser repetidas de manera sistemática.
A este lado del corazón
Hace frío a este lado del corazón y en estas condiciones imagino sueños en los que abunda el calor, o traigo al presente recuerdos de tiempos pasados, no estoy muy seguro.
Placeres fatuos adornan la piel de su preciado cuello al igual que un colgante luce cuentas de coral y ámbar mientras sus recuerdos recluidos en una prisión de hierro cumplen sentencia tras los duros barrotes de su mirar. No son más que marcas de deseo y lujuria tan banales que sólo satisfacen el hambre pero no al paladar, como trofeos de eróticos juegos y privados bailes en los que dos cuerpos desnudos danzan en horizontal. Pero como si un gran mago lanzara un sortilegio extraño entonces comienza a derretirse la coraza de hielo y esa mortaja de lino por el tiempo sucio y ajado permite entrever algunos secretos guardados con celo. Como un milagro el hierro y el acero ya no son metales, agradable y untuoso surge su calor de algún lugar como la lava que brota y fluye del volcán que al fin late cuando tras eternos eones de nuevo ha de despertar. A pesar que el agua tal vez se vuelva frío y duro hielo o si en mineral y roca la lava se vuelva a tornar o acaso un negro abismo guarde muchos y oscuros secretos la urdimbre del gran telar que es el tiempo no cesa su andar. Todas las horas nos parecen viejas al mirar el reloj cuando esperamos que esa estrella vuelva otra vez a brillar. Y es que cansada está de regalar su agradable fulgor y a cambio sólo desilusiones y mal trato encontrar. Ese lucero del alba adornará de nuevo las noches cuando algún astro dichoso logre a su corazón sanar y consiga borrar de su luminosa faz el reproche que sólo la verdadera pasión puede hacer olvidar.
Igual que si se tratase de un bálsamo o un hechizo, la pasión puede hacer sanar ciertas heridas.