Despierto al alba buscándote, presa del miedo, pero te siento a mi lado. No, no fue un sueño; es cierto que estás aquí conmigo, al fin. Creo que te lo he dicho, no lo recuerdo, pero no me importa susurrar con mis labios muy cerca de tu piel, confesando que te he soñado muchas veces.
Eres fruto de mi imaginación, cual Pigmalión moderno, y al fin tus oníricas formas se han hecho carne para yacer junto a mí. Mil instantáneas de los momentos de anoche aparecen de pronto, y se condensan formándote a ti, dibujando una sonrisa de alivio en mi cara.
Pero una sombra se esconde en la claridad del alba: el recuerdo de tu partida. Yo sueño despierto mirándote, pero sé que tu despertar hará que te marches, que te vayas de mi lado sin seguridad de cuándo, cómo o dónde volveremos a conversar con ojos callados y suspiros elocuentes.
No debo dejar que el puñal de la incertidumbre atraviese mi pecho, aunque siento su helado filo apoyado sobre mí. Te miro, desnuda, en busca del recuerdo ardiente que me regalaste entre sombras con la esperanza que derrita el hielo de esta hora tan fría.
Aún no te has ido y ya te echo de menos. Que Morfeo se apiade de nosotros.
Sientes esa presión en el pecho, no sabes bien por qué o no quieres pensar por qué. Te está mirando, impasible, inamovible, no te juzga pero te sientes observado. Está frente a ti, puedes mirar a otra parte, darle la espalda, pero sientes que sigue ahí, no te evita. Cuando vuelves a mirar no se ha marchado, ni se ha movido un ápice. Tiene garras, y tiene dientes, o tal vez sólo ojos y nada más. No te espera, o te desea, no lo sabes muy bien. Tiene lo que tú le quieras dar, explícito o subrepticio.
Es un muro, es un abismo, es un mar, es un espacio infinito o un redil de paredes imaginarias. Lo es todo, y es nada. Está a tu disposición, se ofrece a ti sin condiciones, o te exige un pago, quiere todo o nada, sin negociación. No lo pienses, déjalo fluir, deja que beba de ti y se empape de ti. Deja que mane, o deja que se seque, pero deja algo, sí o sí.
No tiene conciencia, usa la tuya, es como un parásito, o una simbiosis, pero depende únicamente de ti. Eres tú, y aunque tú puedes ser con su ausencia, su presencia te hace más tú. No le des más vueltas, empieza y sólo tú sabrás cuándo acabar, o cómo acabar.
Cuando tratamos a nuestros pacientes nos colocan en una posición un tanto comprometida a la hora de responder a sus preguntas. ¿Debemos ser rigurosos y asépticos? O por el contrario, ¿debemos modificar la información llegando en ocasiones a omitir ciertos aspectos y no ser fieles a la verdad? Es una decisión un tanto complicada porque, aunque soy de la opinión de informar sin sesgos, lo cierto es que en ocasiones siento que no debo ser así.
Por ejemplo, tengo una paciente de más de 90 años de edad, sin deterioro cognitivo y con secuelas de una intervención quirúrgica debido a una fractura de cadera. Es capaz de realizar la marcha únicamente en paralelas y de vez en cuando me suele preguntar «¿volveré a caminar?». Sé a lo que se refiere, ella desea volver a coger su andadora y pasearse de un lado a otro como más le plazca y yo sé que no lo va a volver a conseguir. Mi respuesta es siempre la misma: «¡pero si ya estás caminando!».
Ella nunca se queda contenta con mi respuesta, al igual que yo tampoco lo estoy. «Tú sabes a lo que yo me refiero, esto no es caminar» ha dicho en alguna ocasión con tono triste en su voz. «Estás todo el día sentada y aquí puedes ponerte de pie y andar al menos un rato. ¿No es eso caminar?» le contesto mientras le sonrío. Ella sonríe con melancolía mientras dice «es verdad, al menos puedo hacer esto» y sigue con sus ejercicios.
Quiero pensar que le doy ánimos para no dejar de perder el interés en, al menos, ponerse de pie un rato al día y darle algo de movimiento a sus piernas. Es lo que calma mi conciencia a pesar de no ser totalmente sincero con ella pero, ¿qué bien le haría decirle toda la verdad y nada más que la verdad?
Trabajar en el ámbito de la Geriatría tiene estos y otros momentos agridulces.
Son las nueve menos veinte, no me he movido del sitio y detrás de mí hay cincuenta personas más en la detenida procesión. En estos momentos las posibilidades se agolpan una detrás de otra: me niego a esperar tanto tiempo; bueno, no tenía nada que hacer, así que me quedo; maldita sea, no he comido nada y no me importaría tomarme un café con leche acompañando con cualquier cosa; no, si me voy tendré que colocarme al final de la cola que, en vista de los hechos, puede que sea mucho más numerosa.
Al final decido quedarme en mi sitio. Decido buscar a alguien con quien poder hablar entre los que están a mi alrededor y parecen estar más predispuestos a hacer más amena la espera. Empiezo a inspeccionar a mi alrededor.
Detrás de mí hay unas chicas con miradas de soslayo con ínfulas de actrices frustradas así que es preferible no intentarlo. Por los fragmentos de conversación que soy capaz de captar sé que acabaría con malestar estomacal por la sobredosis de superficialidad y estulticia. Además, aunque pudiese echar mano del sarcasmo y conseguir la privada diversión de reírme a su costa siento que no me apetece andar con esa clase de perspicacias a estas horas.
Justo delante hay otro grupo de chicas, se ve que son más jóvenes que los especímenes que están a mi espalda. Son un claro ejemplo de que la edad biológica no es correlativa a la madurez mental, y más si las comparamos con las gallinas que tengo detrás. Sin embargo, están hablando entre ellas y no considero correcto interrumpir su diálogo.
A mi izquierda, un chico algo mayor que yo, con barba y pelo largo recogido en una coleta. Tiene algunas canas y está escribiendo en su móvil un mensaje, así que espero a que termine para comenzar con el diálogo casual. Por suerte es de esas personas con las que casi instantáneamente sabes que te puedes llevar bien porque son capaces de entender tus bromas, tienen conversación inteligente y ganas de relacionarse.
En cosa de una hora hemos creado una suerte de pequeña república independiente dentro de la cola de gente que apenas se ha movido un par de metros. Ya no somos dos, se ha unido otro chico, el grupo de tres chicas que nos precede y una dicharachera señora mayor con muchísima verborrea. Incluso las urracas han dejado de gritar y son partícipes de mis bromas aunque no las haya invitado. No importa. Nos lo estamos pasando bien y eso es lo que cuenta.
Aún me sigue sorprendiendo que, a pesar de los problemas y las dificultades, siempre hay un momento para una sonrisa. Hay que aprovechar esos pequeños descansos, no suelen durar demasiado.
Tengo que reconocer que parte de mi inspiración surge del circo que es Facebook pero no siempre es así. Ayer, anoche para ser más concreto, pude disfrutar de un espectáculo surrealista a la par que histriónicamente jocoso. Pongámonos en situación: un grupo de amigas, el primo de una de ellas y yo. De pronto sale el tema de estar soltero y que no se podían explicar cómo una de ellas se encontraba en esta situación, esto último con un tono que hubiese hecho saltar las alarmas de cualquier detector de sarcasmo.
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La verdad es que me interesaba saber a qué se referían, sobre todo cuando la chica puso cara de orgullo autosuficiente mientras decía que lo que pasaba es que ella era exigente. La curiosidad hizo que me abalanzarse sobre mi presa cual irbis hambriento y le preguntase qué era lo que ella pedía en un hombre.
A mí me gustan los tíos altos, rubios, fuertes, guapos, cariñosos, inteligentes y que me quieran. Ah, eso sí, que tengan pasta y que sean unos yogurines [sic].
He de aclarar que esta chica está al borde de los treinta años, lo cual no siempre presupone cierto grado de madurez mental pero podríamos decir que se debería intuir. Así que cuando escuché aquello saltó la alarma de mi detector de estupideces y le tuve que preguntar qué se suponía que ofrecía ella.
Creo que los allí presentes no se dieron mucha cuenta que más que una pregunta era un insulto combinado con una suave bofetada de realidad, pero sin acritud. Mi tesis es la siguiente: si pretendes engatusar a un tío que tiene dinero y dar el braguetazo del siglo, o eres un pedazo de tía buena [a mis ojos era diametralmente lo opuesto] que satisfaga los deseos eroticofestivos del muchacho o es que el pobre no es demasiado inteligente y no ve venir que eres una lagarta aprovechada.
Mira mi niño, yo tengo dos carreras: Biología y Ciencias Ambientales. Tú sólo tienes una carrera, y de tres años nada más, ¿no?
Esto lo lanzó como arma arrojadiza, la cual pude esquivar sin que me provocase ningún rasguño. Más bien contraataqué con un elegante estoque y le tuve que responder que efectivamente, Fisioterapia es una carrera de tres años, ahí no había discusión alguna. Sin embargo, yo no entendía por qué con dos carreras su máxima aspiración en la vida era [según sus amigas y su primo] encontrar un tipo rico que la mantuviese mientras pasaba todo el día con sus amigas tomando barraquitos y paseando por ahí. Tal vez le daba igual porque podría presentarlo a sus amigas como quien enseña un florero o viceversa, ser ella el florero de él.
Lo más trágico de todo es que lo que ella decía era completamente en serio, según corroboraron mis fuentes posteriormente. En aquel momento, por debajo de las risas de los allí presentes, se escuchó el sutil ruido de su amor propio resquebrajándose y se atrincheró tras la excusa de sentirse herida por haber sido llamada florero. Luego comenzó la parte más psicodélica de toda la noche, la terrible leyenda del novio muerto.
-Mira, yo tuve un novio…
-¿Y qué tal te fue con él?
-Muy bien, muy bien.
-¿Era alto, rubio, fuerte, etcétera, etcétera?
-Sí, y muy inteligente: hablaba cuatro idiomas.
-¿Y por qué no estás con él? ¿Qué pasó?
-Se suicidó.
-… ¿Pero dejó alguna nota en algún idioma de los que hablaba?
-No, ninguna.
-Entonces, ¿por qué se suicidó?
-Estaría deprimido.
-No me imagino por qué, la verdad…
Mis fuentes no han confirmado aún si esta escalofriante historia digna de una noche de fiesta de pijamas es real o no, pero la verdad es que suelta un tufo a mentira que tira para atrás. Yo opté por no seguir hablando directamente con ella porque estaba a mi lado y tenía un vaso de vidrio en la mano. No quería ser la próxima víctima de una psicópata, así que después de eso las últimas palabras que le dirigí fueron un escueto «hasta luego» y con bastante cuidado al darle un beso de despedida.
Yo por mi parte estoy tranquilo; si los terremotos de anoche no lograron despertarme dudo mucho que el fantasma de un rubio políglota me vaya a quitar el sueño.