Resulta extraño a la par que desconcertante el funcionamiento de la mente humana. El hecho de que para una máquina sea tan difícil entender cómo es su propio funcionamiento da una idea de lo limitado que es nuestro cerebro para conocerse a sí mismo. Durante la última semana he tenido sueños extraños no por su contenido sino por lo esclarecedores que han sido respecto a mis propios pensamientos y recuerdos.
De hecho, aún ahora me detengo e intento traer desde el fondo de mi memoria recuerdos que sé que están ahí, detrás de aquel cuadro del museo Van Gogh, debajo de aquella cama con olor a vainilla o junto al ojo de buey de la pared.
Son recuerdos fragmentados, recuerdo unos labios carnosos que rozan los míos, un pelo corto y una nuca de piel pálida y suave, unas piernas bajo una falda azul celeste, unas esclavas de color marrón en verano, una peculiar mancha en el iris, unos pechos turgentes, unos pies con las uñas pintadas de color morado, una voz con acento peninsular que me habla, una toalla blanca enrollada en el pelo, un camisón de color dorado, un sujetador negro con encaje…
Tengo todas esas imágenes impregnadas en algún lugar de mi mente, tan fidedignas como una instantánea que congela el espacio y el tiempo. Cada fotografía corresponde a alguna persona, pero no soy capaz de reconstruir a ninguna completamente. No recuerdo cómo era su voz, no encuentro su olor por ninguna parte, se ha perdido su cara entre tantas fotografías… ¿Tenía los ojos de este color u otro? ¿Era así de alta o quizás un poco más baja? ¿Realmente era así o más delgada?
Sólo poseo pequeñas pinceladas que apenas forman en el lienzo una pintura al óleo inacabada, retratos inconclusos de las modelos que han posado para mí en los que se entremezclan vívidos detalles con zonas difuminadas.