Ella estaba tendida sobre nuestra cama, sobre las sábanas que conocieron nuestros cuerpos sudorosos en pleno verano, vestida únicamente con aquel camisón dorado y sus braguitas de color beige. Su piel de claro de luna había pasado a ser de un tono más tostado por el sol que habíamos tomado los últimos días, un color delicioso aderezado por los reflejos brillantes que le arrebataban los juguetones rayos de sol que se filtraban entre las cortinas.
Dormía plácidamente de lado, con sus turgentes pechos apretados el uno contra el otro pugnando por salir del sugerente escote y con sus piernas colocadas de tal manera que permitía adivinar lo que se escondía entre ellas. El pelo le cubría ligeramente la mejilla y la expresión de niña traviesa que tanto me gustaba había sido reemplazada por una inocencia que sólo podía conferirle el sueño.
Y yo estaba allí, sentado en la cama, devorándola con avidez con mis ojos, observando hasta el más mínimo detalle de su anatomía como si fuese mi última oportunidad para hacerlo… Y sonó el despertador, sólo para romper el encanto y devolverme a la cruda realidad. Sin duda, aquel sueño había sido la última vez que podría observarla con aquel camisón dorado que tanto me gustaba.