Indiano se encontraba en una situación peligrosa. A su izquierda se habría un abismo cubierto de brumas en el que apenas se escuchaba el río que lo había excavado durante eones. A su derecha estaba el iracundo jefe de la tribu, N’gada Butu, junto con los hombres del poblado portando lanzas y con porte asesino. Indiano había robado el mayor tesoro de la tribu, el tesoro prohibido, el tesoro que no se podía nombrar bajo pena de muerte… La virginidad de la hija del jefe N’gada Butu.
Indiano, recordando las enseñanzas del sabio Cho Juan en su cueva de Taganana decidió saltar hacia el vacío. Cuál fue la cara de los hombres cuando, esperando escuchar el ruido del valiente explorador al espachurrarse contra el fondo del barranco, oyeron una estruendosa carcajada.
El barranco no era sino una ladera empinada de no más de cuatro metros de altura, el río era un arroyo que apenas cubría hasta las rodillas y los vapores eran resultado de los vertidos de agua caliente procedentes de una central nuclear a poca distancia del poblado. Cuando se dieron cuenta del engaño, Indiano ya estaba lejos, comiéndose un pedazo de la pelota de gofio amasado que siempre llevaba como provisión de emergencia.
¿Cuáles habían sido las palabras de Cho Juan? Sólo Indiano las conocía y jamás hablaba de eso.