Pensamiento del día

Skate or Die

Da igual lo que hagas pero hazlo con pasión, de otra manera estarás perdiendo el tiempo.

No intentes dirigir a nadie, es mejor dejar que las personas actúen por sí mismas para comprobar quiénes son realmente.

El mayor problema de utilizar el sarcasmo en una conversación es que requiere de cierta inteligencia para interpretarlo correctamente y, lamentablemente, a menudo no suele ocurrir esta suerte.

Conversaciones con Demian

–Hoy he asistido a vuestra clase –dijo–. Sobre la historia de Caín, el que llevaba un estigma en la frente, ¿no? ¿Te gusta?

No, pocas veces me gustaba lo que tenía que estudiar. Sin embargo, no me atrevía a decirlo, porque era como si estuviera hablando con una persona mayor. Contesté que la historia me gustaba.

Demian me dio unas palmaditas en el hombro.

–No necesitas fingir, amigo. Pero esa historia es verdaderamente muy rara, mucho más que la mayoría de las que se tratan en clase. El profesor no ha dicho mucho; sólo lo habitual sobre Dios y el pecado, y todo eso. Pero yo creo…

Se interrumpió sonriendo y me pregunto:

–Oye, ¿pero esto te interesa? Pues yo creo –continuó– que la historia de Caín se puede interpretar de manera muy distinta. La mayoría de las cosas que nos enseñan son seguramente verdaderas, pero se pueden ver desde otro punto de vista que el de los profesores y generalmente se entienden entonces mucho mejor. Por ejemplo, no se puede estar satisfecho con la explicación que se nos da de Caín y la señal que lleva en su frente. ¿No te parece? Que uno mate a su hermano en una pelea, puede pasar; que luego le dé miedo y se arrepienta, también es posible; pero que precisamente por su cobardía le recompensen con una distinción que le proteja y que inspire miedo, eso me parece muy raro.

–Sí, es verdad –dije interesado. El asunto empezaba a intrigarme–. ¿Pero cómo vas a interpretar si no la historia?

Me dio una palmada en el hombro.

–¡Muy sencillo! El estigma fue lo que existió en un principio y en él se basó la historia. Hubo un hombre con algo en el rostro que daba miedo a los demás. No se atrevían a tocarle; él y sus hijos les impresionaban. Quizás, o seguramente, no se trataba de una auténtica señal sobre la frente, de algo como un sello de correos; la vida no suele ser tan tosca. Probablemente fuera algo apenas perceptible, inquietante: un poco más de inteligencia y audacia en la mirada. Aquel hombre tenía poder, aquel hombre inspiraba temor. Llevaba una «señal». Esto podía explicarse como se quisiera; y siempre se prefiere lo que resulta cómodo y da razón. Se temía a los hijos de Caín, que llevaban una «señal». Esta no se explicaba como lo que era, es decir, como una distinción, sino como todo lo contrario. La gente dijo que aquellos tipos con la «señal» eran siniestros; y la verdad, lo eran. Los hombres con valor y carácter siempre les han resultado siniestros a la gente. Que anduviera suelta una raza de hombres audaces e inquietantes resultaba incomodísimo; y les pusieron un sobrenombre y se inventaron una leyenda para vengarse de ellos y justificar un poco todo el miedo que les tenían. ¿Comprendes?

–Sí, eso quiere decir que Caín no fue malo. Entonces, ¿toda la historia de la Biblia es mentira?

–Sí y no. Estas viejas historias son siempre verdad, pero no siempre han sido recogidas y explicadas como debiera ser. Yo pienso que Caín era un gran tipo y que le echaron toda esa historia encima sólo porque le tenían miedo. La historia era simplemente un bulo que la gente contaba; era verdad sólo lo referente al estigma que Cain y sus hijos llevaban y que les hacían diferentes a la demás gente.

Yo estaba asombrado.

–¿Y crees que lo del asesinato no fue tampoco verdad? –pregunté emocionado.

–¡Oh, sí! Seguramente es verdad. El más fuerte mató a uno más débil. Que fuera su hermano, eso ya se puede dudar. Además, no importa; a fin de cuentas, todos los hombres son hermanos. Así que un fuerte mató a un débil. Quizá fue un acto heroico, quizá no lo fue. En todo caso, los débiles tuvieron miedo y empezaron a lamentarse mucho. Y cuando les preguntaban: «¿Por qué no le matáis?», ellos no contestaban, «porque somos unos cobardes», sino que decían: «No se puede. Tiene una señal. ¡Dios le ha marcado!» Así nació la mentira. Bueno no te entretengo más. ¡Adiós!

Dobló por la Altgasse y me dejó solo, sorprendido como jamás en toda mi vida. Nada más desaparecer, todo lo que me había dicho me pareció increíble. ¡Caín un hombre noble y Abel un cobarde! ¡La señal que llevaba Caín en la frente era una distinción! Era absurdo, blasfemo e infame. Y Dios, ¿dónde se quedaba? ¿No había aceptado el sacrificio de Abel? ¿No quería a Abel? ¡Qué tontería! Y empecé a pensar que Demian me había tomado el pelo y quería ponerme en ridículo. ¡Qué chico más inteligente y qué bien que hablaba! Pero no, no podía ser.

De todos modos, nunca había recapacitado tanto sobre una historia, fuera o no de la Biblia. Y hacía tiempo que no olvidaba tan por completo a Franz Kromer, durante horas, una tarde entera. En casa leí la historia otra vez, tal como estaba en la Biblia. Era breve y clara. Resultaba una insensatez buscarle una interpretación especial y misteriosa. ¡Así cualquier asesino podría declararse elegido de Dios! No, era absurdo. Lo fascinante era la manera tan ligera y graciosa con que Demian sabía decir las cosas, como si todo fuera tan natural. Y además, ¡con qué mirada!

Sin embargo, algo había en mí mismo que no estaba en orden sino en franco desorden. Yo había vivido en un mundo claro y limpio, había sido una especie de Abel, y ahora me encontraba metido en el «otro» mundo. Había caído tan bajo y, sin embargo, no tenía en el fondo tanta culpa. ¿Qué había sucedido? En ese momento me vino un recuerdo que casi me cortó la respiración. En aquella tarde aciaga, que dio comienzo a mi actual desgracia, había ocurrido aquello mismo con mi padre; durante un momento fue como si le hubiera desenmascarado y despreciado a él, a su mundo y a su sabiduría. Sí, en aquel momento yo, que era Caín y llevaba una marca en la frente, pensé que esa marca no era una vergüenza sino una distinción y que yo era superior a mi padre, superior a los buenos y piadosos precisamente por mi maldad y mi desgracia.

Entonces no comprendí estas cosas con mente clara, pero las intuí en una llamarada de sentimientos, de extrañas emociones, que me dolían pero me llenaban de orgullo. ¡De qué manera tan extraña había hablado Demian de los valientes y de los cobardes! ¡Cómo había interpretado la señal en la frente de Caín! ¡Y cómo habían brillado sus ojos, sus extraños ojos de hombre! Se me ocurrió que Demian mismo era un Caín. ¿Por qué le defendía si no se sentía semejante a él? ¿Por qué tenía aquel poder en la mirada? ¿Por qué hablaba tan despectivamente de los «otros», los cobardes, que son en verdad los piadosos, los elegidos de Dios?

Con estos pensamientos no acababa de llegar a ninguna conclusión. Una piedra había caído en el pozo: el pozo era mi alma joven. Durante mucho tiempo esta historia de Caín, con el homicidio y la «señal», fue el punto de partida de mis intentos de conocimiento, duda y crítica.

Hermann Hesse. Demian

Cuestión de exigencias

MosaicosEl otro día me dijeron una frase que me ha dado que pensar y era algo así como «no estás en condición de exigir». La verdad, como eufemismo para decirme suavemente «eres feo» no está nada mal, pero no es esto lo que me produjo cierta urticaria mental pues es un reflejo de la realidad. Mi carrera como modelo se ha visto truncada por mi falta de afeitado diario, corte y peinado de pelo planchado, odio racional contra la depilación corporal y las distintas cicatrices que pueblan mi piel.

No, no ha sido ese alarde de sinceridad respecto a mi belleza sino la falacia lógica de «si no eres X / eres Y, no puedes exigir» teniendo en cuenta que X <-/-> Y. Vamos a ver, no se le puede exigir a un inconformista por diseño que abandone de buenas a primeras sus requisitos establecidos y pase a ser un pelele que orgulloso agradece el premio de mierda que le ha tocado en la tómbola. No, algunas cosas no cambian.

Hay que entender que la exigencia no es un derecho sino que es una elección y, por eso mismo, no está sujeta a deberes que la condicionen. Siempre he pensado que el grado de exigencia que mantenemos con las cosas y, por extensión, con las personas, es directamente proporcional a la inteligencia de cada uno. Alguien inteligente, por definición, debe poseer además algo del espíritu inconformista, así que no se puede satisfacer con cualquier cosa simplemente porque sabe lo que quiere y lo que no.

Alguien que hace concesiones continuamente respecto a sus gustos o deseos hace gala de una convicción débil y una labilidad denodada, es poco inteligente y muy conformista. Por otra parte, al igual que ocurre con la escala de dureza de Mohs, alguien que no cesa en su empeño y no es capaz de adaptar sus condiciones será más proclive a la fragilidad, esto es, frustración y soledad. Exigir está bien, siempre que se mantenga dentro de los límites de la realidad y la probabilidad de consecución se encuentre dentro de lo humanamente posible.

Siempre estamos comparando variables con nuestro sistema de referencia para saber en qué lugar del eje de coordenadas podemos ubicarlas y si se encuentran o no dentro del dominio de nuestras campanas de Gauss particulares. Este es nuestro funcionamiento interno; es el último y único juez que dicta sentencia sobre lo que nos gusta o nos desagrada, luego la exigencia es inherente pues marca el límite de nuestros gustos; la frontera entre lo deseado y lo que queremos evitar; lo que despierta en nosotros interés o, por el contrario, aversión; la conditio sine qua non.

La exigencia es lo que nos permite cribar lo deseable de lo que no lo es, marcar objetivos para alcanzar o minimizar en cierta medida las probabilidades de perder el tiempo esperando recibir lo que no está disponible. La virtud se halla en saber ser selectivo y discernir cuándo ser exigente y cuándo ser permisivo.

Entre el centeno

Resplandor en el centeno

Hace ya algunos años que leí «El guardián entre el centeno» de J.D. Salinger, un libro considerado por muchos como un clásico de la literatura universa y no sé cuántas cosas más. Yo no; la primera vez que lo leí me pareció un libro del que lo único aprovechable era su frase final:

No cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo.

Recientemente decidí volver a darle otra oportunidad porque quizás ahora tendría una lectura distinta a entonces. He de decir que ha sido distinta, de verdad, creo que tiene un par de frases aprovechables pero me sigue pareciendo una obra demasiado sobrevalorada para lo que realmente ofrece. Holden Cauldfield, el protagonista, es un crío con el que no me identifico absolutamente en nada, y no creo que para que un libro te guste debes sentirte identificado con el personaje principal, pero es que en este caso siento aversión. Creo que es eso, mi rechazo frontal a su forma de ser.

No obstante, aquí van un par de fragmentos seleccionados que me han parecido especialmente interesantes. Como este:

No podía entenderlo, se lo juro. Cuando empezamos a salir juntos, le pregunté cómo podía aguantar a un tío como Al Pike. Jane me dijo que no era un creído, que lo que le pasaba es que tenía complejo de inferioridad. En mi opinión eso no impide que uno pueda ser también un cabrón. Pero ya saben como son las chicas. Nunca se sabe por dónde van a salir. Una vez presenté a un amigo mío a la compañera de cuarto de una tal Roberta Walsh. Se llamaba Bob Robinson y ése sí que tenía complejo de inferioridad. Se le notaba que se avergonzaba de sus padres porque decían «haiga» y «oyes» y porque no tenían mucho dinero. Pero no era un cabrón. Era un buen chico. Pues a la compañera de cuarto de Roberta Walsh no le gustó nada. Le dijo a Roberta que era un creído, y sólo porque le había dicho que era el capitán del equipo de debate. Nada más que por una tontería así. Lo malo de las chicas es que si un tío les gusta, por muy cabrón que sea te dicen que tiene complejo de inferioridad, y si no les gusta, ya puede ser buena persona y creerse lo peor del universo, que le consideran un creído. Hasta las más inteligentes, en eso son iguales.

O este otro:

—Me da la sensación de que avanzas hacia un fin terrible. Pero, sinceramente, no sé qué clase de… ¿Me escuchas?

—Sí.

Se le notaba que estaba tratando de concentrarse.

—Puede que a los treinta años te encuentres un día sentado en un bar odiando a todos los que entran y tengan aspecto de haber jugado al fútbol en la universidad. O puede que llegues a adquirir la cultura suficiente como para aborrecer a los que dicen «Ves a verla». O puede que acabes de oficinista tirándole grapas a la secretaria más cercana. No lo sé. Pero entiendes adónde voy a parar, ¿verdad?

—Sí, claro —le dije. Y era verdad. Pero se equivocaba en eso de que acabaré odiando a los que hayan jugado al fútbol en la universidad. En serio. No odio a casi nadie. Es posible que alguien me reviente durante una temporada, como me pasaba con Stradlater o Robert Ackley. Los odio unas cuantas horas o unos cuantos días, pero después se me pasa. Hasta es posible que si luego no vienen a mi habitación o no los veo en el comedor, les eche un poco de menos.

El señor Antolini se quedó un rato callado. Luego se levantó, se sirvió otro cubito de hielo, y volvió a sentarse. Se le notaba que estaba pensando. Habría dado cualquier cosa porque hubiera continuado la conversación a la mañana siguiente, pero no había manera de pararle. La gente siempre se empeña en hablar cuando el otro no tiene la menor gana de hacerlo.

—Está bien. Puede que no me exprese de forma memorable en este momento. Dentro de un par de días te escribiré una carta y lo entenderás todo, pero ahora escúchame de todos modos -me dijo. Volvió a concentrarse. Luego continuó-. Esta caída que te anuncio es de un tipo muy especial, terrible. Es de aquellas en que al que cae no se le permite llegar nunca al fondo. Sigue cayendo y cayendo indefinidamente. Es la clase de caída que acecha a los hombres que en algún momento de su vida han buscado en su entorno algo que éste no podía proporcionarles, o al menos así lo creyeron ellos. En todo caso dejaron de buscar. De hecho, abandonaron la búsqueda antes de iniciarla siquiera. ¿Me sigues?

—Sí, señor.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Se levantó y se sirvió otra copa. Luego volvió a sentarse. Nos pasamos un buen rato en silencio.

—No quiero asustarte —continuó—, pero te imagino con toda facilidad muriendo noblemente de un modo o de otro por una causa totalmente inane.

Me miró de una forma muy rara y dijo:

—Si escribo una cosa, ¿la leerás con atención?

—Claro que sí —le dije. Y así lo hice. Aún tengo el papel que me dio. Se acercó a un escritorio que había al otro lado de la habitación y, sin sentarse, escribió algo en una hoja de papel. Volvió con ella en la mano y se instaló a mi lado.

—Por raro que te parezca, esto no lo ha escrito un poeta. Lo dijo un psicoanalista que se llamaba Wilhelm Stekel. Esto es lo que… ¿Me sigues?

—Sí, claro que sí.

—Esto es lo que dijo: «Lo que distingue al hombre insensato del sensato es que el primero ansia morir orgullosamente por una causa, mientras que el segundo aspira a vivir humildemente por ella.»
Se inclinó hacia mí y me dio el papel. Lo leí y me lo metí en el bolsillo. Le agradecí mucho que se molestara, de verdad. Lo que pasaba es que no podía concentrarme. ¡Jo! ¡Qué agotado me sentía de repente! Pero se notaba que el señor Antolini no estaba nada cansado. Curda, en cambio, estaba un rato.

—Creo que un día de estos —dijo—, averiguarás qué es lo que quieres. Y entonces tendrás que aplicarte a ello inmediatamente. No podrás perder ni un solo minuto. Eso sería un lujo que no podrás permitirte.
Asentí porque no me quitaba ojo de encima, pero la verdad es que no le entendí muy bien lo que quería decir. Creo que sabía vagamente a qué se refería, pero en aquel momento no acababa de entenderlo. Estaba demasiado cansado.

—Y sé que esto no va a gustarte nada —continuó—, pero en cuanto descubras qué es lo que quieres, lo primero que tendrás que hacer será tomarte en serio el colegio. No te quedará otro remedio. Te guste o no, lo cierto es que eres estudiante. Amas el conocimiento. Y creo que una vez que hayas dejado atrás las clases de Expresión Oral y a todos esos Vicens…

—Vinson —le dije. Se había equivocado de nombre, pero no debí interrumpirle.

—Bueno, lo mismo da. Una vez que los dejes atrás, comenzarás a acercarte —si ése es tu deseo y tu esperanza— a un tipo de conocimiento muy querido de tu corazón. Entre otras cosas, verás que no eres la primera persona a quien la conducta humana ha confundido, asustado, y hasta asqueado. Te alegrará y te animará saber que no estás solo en ese sentido. Son muchos los hombres que han sufrido moral y espiritualmente del mismo modo que tú. Felizmente, algunos de ellos han dejado constancia de su sufrimiento. Y de ellos aprenderás si lo deseas. Del mismo modo que alguien aprenderá algún día de ti si sabes dejar una huella. Se trata de un hermoso intercambio que no tiene nada que ver con la educación. Es historia. Es poesía.

Se detuvo y dio un largo sorbo a su bebida. Luego volvió a la carga. ¡Jo! ¡Se había disparado! No traté de pararle ni nada.

—Con esto no quiero decir que sólo los hombres cultivados puedan hacer una contribución significativa a la historia de la humanidad. No es así. Lo que sí afirmo, es que si esos hombres cultos tienen además genio creador, lo que desgraciadamente se da en muy pocos casos, dejan una huella mucho más profunda que los que poseen simplemente un talento innato. Tienden a expresarse con mayor claridad y a llevar su línea de pensamiento hasta las últimas consecuencias. Y lo que es más importante, el noventa por ciento de las veces tienen mayor humildad que el hombre no cultivado. ¿Me entiendes lo que quiero decir?

—Sí, señor.

Permaneció un largo rato en silencio. No sé si les habrá pasado alguna vez, pero es muy difícil estar esperando a que alguien termine de pensar y diga algo. Dificilísimo. Hice esfuerzos por no bostezar. No es que estuviera aburrido —no lo estaba—, pero de repente me había entrado un sueño tremendo.

—La educación académica te proporcionará algo más. Si la sigues con constancia, al cabo de un tiempo comenzará a darte una idea de la medida de tu inteligencia. De qué puede abarcar y qué no puede abarcar. Poco a poco comenzarás a discernir qué tipo de pensamiento halla cabida más cómodamente en tu mente. Y con ello ahorrarás tiempo porque ya no tratarás de adoptar ideas que no te van, o que no se avienen a tu inteligencia. Sabrás cuáles son exactamente tus medidas intelectuales y vestirás a tu mente de acuerdo con ellas.

De pronto, sin previo aviso, bostecé. Sé que fue una grosería, pero no pude evitarlo. El señor Antolini se rió:

—Vamos —dijo mientras se levantaba—. Haremos la cama en el sofá.

Y esta última frase me gusta porque aparece, en su versión original en inglés, en el anime de Ghost in the Shell.

Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así no tendría que hablar. Si querían decirme algo, tendrían que escribirlo en un papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar el resto de mi vida.

Pensamiento del día

La naturaleza caprichosa de la inspiración hace que aparezca en los momentos más inesperados.

Hoy en día hay demasiada inteligencia superficial.

Tal vez la madurez y el romanticismo sean incompatibles; el romanticismo es demasiado infantil y la madurez es demasiado débil.

Pensamiento del día

Aunque parezca lo contrario, el amor es más sencillo de lo que imaginas.

La inteligencia y la felicidad no siempre son compatibles.

La vida no es demasiado justa, más bien al contrario, pero hay veces en las que recibimos lo que realmente merecemos.