Conversaciones con Demian

Las clases de la mañana se habían transformado por completo. Ya no eran adormecedoras y aburridas. Me hacían ilusión. A veces escuchábamos los dos al pastor con la mayor atención; y una mirada de mi vecino bastaba para que me fijara en una historia curiosa, en una frase extraña, y otra mirada, muy especial, bastaba para alertarme y despertar en mí la crítica y la duda. 

Pero muchas veces éramos malos alumnos y no oíamos nada de la clase. Demian era siempre muy correcto con los profesores y con los compañeros; nunca hacía tonterías de colegial, nunca se le oía reír ruidosamente o charlar, nunca provocaba las reprimendas del profesor. Sin embargo, en voz baja, y más por señas y miradas que por palabras, supo hacerme partícipe de sus propios problemas. Estos eran en parte muy curiosos.

Me dijo, por ejemplo, qué compañeros le interesaban y de qué manera les estudiaba. A algunos les conocía muy bien. Un día me dijo antes de clase:

–Cuando te haga una señal con el dedo, fulano o mengano se dará la vuelta para mirarnos o se rascará la cabeza.

Durante la clase, cuando apenas me acordaba ya de aquello, Max me hizo una señal muy ostensible con el dedo; miré rápidamente hacia el alumno señalado y le vi en efecto hacer el gesto esperado, como movido por un resorte. Yo insistí en que Max hiciera el experimento con el profesor, pero no quiso. Sin embargo, una vez llegué a clase y le conté que no había estudiado la lección y que confiaba en que el pastor no me preguntara. Entonces Demian me ayudó. El cura buscaba a un alumno para que le recitara un trozo del catecismo, y su mirada vacilante se posó sobre la expresión culpable de mi rostro. Se acercó lentamente y alargó un dedo hacia mí; ya tenía mi nombre en los labios cuando de pronto se puso inquieto y distraído, empezó a dar tirones de su alzacuello, se acercó a Demian, que le miraba fijamente a los ojos, pareció que quería preguntarle algo, y finalmente se apartó bruscamente, tosió un rato y llamó a otro alumno.

Poco a poco, en medio de aquellas bromas que tanto me divertían, me di cuenta de que mi amigo, a menudo, también jugaba conmigo. A veces, yendo al colegio, presentía de pronto que Demian me seguía y, al volverme, le encontraba efectivamente allí.

–¿Puedes conseguir, de verdad, que otro piense lo que tú quieres? –le pregunté.

Me respondió amablemente con la tranquilidad y objetividad de su madurez adulta:

–No –dijo–, eso no es posible. No tenemos una voluntad libre, aunque el párroco haga como si así fuera. Ni el otro puede pensar lo que quiere, ni yo puedo obligarle a pensar lo que quiero. Lo único que puede hacerse es observar atentamente a una persona; generalmente se puede decir luego con exactitud lo que piensa o siente y, por consiguiente, también se puede predecir lo que va a hacer inmediatamente después. Es muy sencillo; lo que ocurre es que la gente no lo sabe. Naturalmente se necesita entrenamiento. Entre las mariposas hay, por ejemplo, cierta especie nocturna en la que las hembras son menos numerosas que los machos. Las mariposas se reproducen como los demás animales: el macho fecunda a la hembra, que pone luego los huevos; si capturas una hembra de esta especie –y esto ha sido comprobado por los científicos– los machos acuden por la noche, haciendo un recorrido de varias horas de vuelo. Varias horas, ¡imagínate! Desde muchos kilómetros de distancia los machos notan la presencia de la única hembra de todo el contorno. Se ha intentado explicar el fenómeno, pero es imposible. Debe de tratarse de un sentido del olfato o algo parecido, como en los buenos perros de caza, que saben encontrar y perseguir un rastro casi imperceptible. ¿Comprendes? Ya ves, la naturaleza está llena de estas cosas, y nadie puede explicarlas. Y yo digo entonces: si entre estas mariposas las hembras fueran tan numerosas como los machos, éstos no tendrían el olfato tan fino. Lo tienen únicamente porque lo han entrenado. Si un animal o un ser humano concentra toda su atención y su voluntad en una cosa determinada, la consigue. Ese es todo el misterio. Y lo mismo ocurre con lo que tú dices. Observa bien a un hombre y sabrás de él más que él mismo.

Hermann Hesse. Demian

Guapos y feos

P5300216No sé qué manía tiene todo el mundo de sacarles parecidos a los niños, que si la nariz del padre, los ojos de la abuela, el pelo de la tía, las manos del primo… Señoras y señores, los niños no se hacen juntando piezas de otros puzles, no sean pesados.

Si creces y te conviertes en alguien guapo, muchas personas de tu familia se apuntarán el tanto diciendo que es porque te pareces a ellos. Sin embargo, el resto de la gente te mirará con resentimiento porque todo el mundo asume que las personas guapas tan sólo viven su vida intentando caer bien y ser encantadoras, y por lo tanto son un montón de parásitos con la cabeza hueca. No encontrarás muchas simpatías sinceras, porque el resto del mundo piensa con envidia que las personas guapas tienen vidas perfectas. Esto dará como resultado una existencia amarga y solitaria.

Por otra parte, si creces y te conviertes en alguien feo, tus familiares te mirarán con benevolencia diciendo que al menos tienes alguna cualidad buena aunque secretamente dirán que te pareces a uno de esos parientes lejanos de los que nadie quiere hablar. Todo el mundo te querrá porque tienes peor aspecto que ellos pero, sin embargo, no le gustarás a casi nadie precisamente porque tu aspecto es mucho peor de lo que nadie sería capaz de aceptar. Esto dará como resultado una vida amarga y solitaria.

Nadie puede elegir ser feo o guapo. Independientemente del caso, la mejor opción posible para sobrellevarlo es tener sentido del humor y ser sarcástico, sobre todo sarcástico.

Pensamiento del día


feliz con lo que tienes porque es lo que otros desean.

Si sabes que alguien intenta tomarte el pelo primero dale cierta confianza para luego aplicar un correctivo ejemplar; no permitas que nadie te vacile y quede impune por ello.

Mucha gente ignora la gran importancia que entrañan las proporciones; al igual que tenemos dos ojos, dos oídos y una boca a menudo deberíamos escuchar y observar el doble pero hablar la mitad.

Pensamiento del día

Lo que puede comenzar como un juego puede acabar siendo una auténtica revolución.

Lo que ha sido visto no puede volver a pasar inadvertido.

Algunas de las mejores cosas de la vida no son vistas, por eso cerramos los ojos cuando besamos, reímos o dormirmos.

Sentidos opuestos

¿Dónde estoy? ¿Dónde voy?
Venero tu imagen como un devoto lo hace arrodillado ante una figura sagrada, como el salvaje que mira con temor un ídolo que encierra en su interior magia antigua, porque tus ojos son dos faroles que alumbran mi camino y sin ti ando perdido en la oscuridad, ciego en el mundo.

Bendigo hasta el sonido del roce de tu ropa, y cada palabra que dices es como una nota que forma la sinfonía que nace en tu boca y se deposita dentro de mi pecho, porque hasta que mis oídos escucharon tu voz había permanecido sordo ante el mundo de la música.

Disfruto cada uno de esos momentos en los que diviertes con tu pelo perfumado mi olfato, cuando el aire que respiro es la brisa que brota de tu interior, y es que no imagino fragancia más sublime que la que regalas cuando estás a mi lado.

No conozco manjar que pueda calmar el ansia que mi paladar siente por tu sabor, ni el más elaborado licor puede lograr aplacar la sed que siento por tu néctar.

Adoro cuando la piel que te abriga y te da forma hace mil cosquillas en mis manos desnudas, si acaso tu suave mejilla aguarda paciente para al fin acercarse hasta tocar mis labios o cuando tu cuerpo me abraza con firmeza desde dentro del redil que forman mis brazos, porque eres tú mi tacto y el braille que me ha de enseñar.

Ocupas mis cinco sentidos, no lo puedo evitar. Sin embargo, a veces el tibio rocío de tu mañana se posa sobre mis ojos para luego caer arando profundos surcos de agua y sal en mi cara. Son esos momentos en los que me doy cuenta que yo siempre te busco mientras tú no me quieres encontrar, y es que una misma dirección puede tener sentidos opuestos.

Desde la estepa

Esta Armanda, a la que hoy veía yo por segunda vez, sabía todo lo mío, no me parecía posible tener nunca ya un secreto para ella. Podía ocurrir que ella acaso no hubiese comprendido del todo mi vida espiritual; en mis relaciones con la música, con Goethe, con Novalis o Baudelaire no podría acaso seguirme, pero también esto era muy dudoso, probablemente tampoco le costaría trabajo. Y aunque así fuera, ¿qué quedaba ya de mi «vida espiritual»? ¿No había saltado todo en astillas y no había perdido su sentido? Todo lo demás que me importaba, todos mis otros problemas personales, éstos sí había de comprenderlos, en ello no tenía yo duda. Pronto hablaría con ella del lobo estepario, del tratado, de tantas y tantas cosas que hasta entonces sólo habían existido para mí y de las cuales nunca había hablado una palabra con persona humana. No pude resistirme a empezar en seguida.

–Armanda –dije–: el otro día me sucedió algo maravilloso. Un desconocido me dio un pequeño librito impreso, algo así como un cuaderno de feria, y allí estaba descrita con exactitud toda mi historia y todo lo que me importa. Di, ¿no es asombroso?

–¿Y cómo se llama el librito? –preguntó indiferente.

–Se llama Tractat del lobo estepario.

–¡Oh, lobo estepario, es magnífico! ¿Y el lobo estepario eres tú? ¿Eso eres tú?

–Sí, soy yo. Yo soy un ente, que es medio hombre y medio lobo, o que al menos se lo figura así.

Ella no respondió. Me miró a los ojos con atención investigadora, miró mis manos, y por un momento volvió a su mirada y a su rostro la profunda seriedad y el velo sombrío de antes. Creí adivinar sus pensamientos, a saber, si yo sería bastante lobo para poder ejecutar su «última orden».

–Eso es naturalmente una figuración tuya –dijo ella, volviendo a la jovialidad–; o si quieres, una fantasía. Algo hay, sin embargo, indudablemente. Hoy no eres lobo, pero el otro día, cuando entraste en el salón, como caído de la luna, entonces no dejabas de ser un pedazo de bestia, precisamente esto me gustó.

Se interrumpió por algo que se le había ocurrido de pronto, y dijo con amargura:

–Suena esto tan mal, una palabra de esta clase como bestia o bruto. No se debería hablar así de los animales. Es verdad que a veces son terribles, pero desde luego son mucho más justos que los hombres.

–¿Qué es eso de «justo»? ¿Qué quieres decir con eso?

–Bueno, observa un animal cualquiera: un gato, un pájaro, o uno de los hermosos ejemplares en el Parque Zoológico: un puma o una jirafa. Verás que todos son justos, que ni siquiera un solo animal está violento o no sabe lo que ha de hacer y cómo ha de conducirse. No quieren adularte, no pretenden imponérsete. No hay comedia. Son como son, como la piedra y las flores o como las estrellas en el cielo. ¿Me comprendes?

Comprendía.

–Por lo general, los animales son tristes –continuó–. Y cuando un hombre está muy triste, no porque tenga dolor de muelas o haya perdido dinero, sino porque alguna vez por un momento se da cuenta de cómo es todo, cómo es la vida entera y está justamente triste, entonces se parece siempre un poco a un animal; entonces tiene un aspecto de tristeza, pero es más justo y más hermoso que nunca. Así es, y ese aspecto tenias, lobo estepario, cuando te vi por primera vez.

Hermann Hesse. El lobo estepario