Conversaciones con Demian

La paz amable de las semanas y meses bajo la influencia de Beatrice se había esfumado. Entonces creí que había encontrado una isla y una paz. Así solía sucederme: cuando una situación me resultaba agradable, cuando un sueño me hacía bien, empezaba a secarse y a perder su fuerza. Era inútil añorarlos. Ahora vivía en un fuego de deseos insatisfechos y en una tensa espera que a veces me volvían loco por completo. La imagen de la amada de mis sueños surgía a menudo ante mis ojos con diáfana claridad, más viva que mi propia mano. Yo le hablaba, lloraba ante ella, renegaba de ella. La llamaba madre y me arrodillaba entre lágrimas; la llamaba amada y presentía su beso, que todo lo colmaba; la llamaba demonio y prostituta, vampiro y asesino. Me inspiraba los sueños más tiernos y las más salvajes obscenidades; para ella nada era demasiado bueno o demasiado agradable, demasiado malo o demasiado bajo.

Pasé todo aquel invierno sacudido por una tormenta interior, difícil de describir. Estaba acostumbrado a la soledad; no me molestaba. Vivía con Demian, con el gavilán, con la imagen de mi sueño que era mi destino y mi amada. Aquello me bastaba para vivir, porque estaba dirigido hacia la grandeza y la lejanía y me conducía a Abraxas. Pero ninguno de estos sueños, ninguno de mis pensamientos me obedecía; no podía hacerles surgir o darles color cuando yo quería. Ellos venían y me asaltaban; me dominaban y determinaban mi vida.

Hacia fuera estaba protegido. No tenía miedo de los hombres; y mis compañeros, que lo habían descubierto ya, me mostraban un secreto respeto que me hacía sonreír. Si me lo proponía, podía poner al descubierto los pensamientos de la mayoría de ellos, dejándoles en algunas ocasiones admirados; pero me lo proponía muy pocas veces, casi nunca. Estaba siempre muy preocupado conmigo mismo. Deseaba desesperadamente vivir de una vez algo de la vida, dar algo de mi persona al mundo, entrar en relación y lucha con él. A veces, cuando caminaba por las calles al anochecer y no podía regresar a casa hasta media noche, creía que en aquellos momentos encontraría a mi amada, que aparecería tras la próxima esquina, que me llamaría desde la próxima ventana. Todo esto solía parecerme angustioso e insoportable y pensaba que algún día acabaría quitándome la vida.

En aquella época encontré un extraño refugio. Por «casualidad», como suele decirse. Pero esas casualidades no existen. Cuando alguien necesita algo con mucha urgencia y lo encuentra, no es la casualidad la que se lo proporciona, sino él mismo. El propio deseo y la propia necesidad conducen a ello.

Hermann Hesse. Demian

Conversaciones con Demian

–¿Vas mucho a la taberna? –me preguntó.

–Pues sí –contesté con desgana–; ¿qué va uno a hacer? En fin de cuentas, es lo más
divertido.

–¿Tú crees? Puede ser. Desde luego, la embriaguez, lo báquico, tienen su misterio. Pero me parece que la mayoría de la gente que anda sentada en las tabernas no tiene idea de eso. Me da la impresión que precisamente el meterse en las tabernas es algo muy adocenado. ¡Lo bueno sería pasar la noche entera con antorchas encendidas, en una verdadera orgía desenfrenada! Pero eso de tomar un vasito tras otro no creo que sea muy interesante, ¿no? ¿O acaso puedes imaginarte a Fausto sentado noche tras noche en la taberna?

Yo bebí y le miré con hostilidad.

–Bueno, no todos somos Fausto –respondí secamente.

Me miró un poco sorprendido.

Luego se echó a reír con la frescura y la superioridad de siempre. ¡Bah! ¿Para qué discutir? En todo caso, es probable que la vida de un borracho y libertino sea más animada que la del ciudadano intachable; y además –he leído una vez– el libertinaje es la mejor preparación para el misticismo. Siempre son hombres como San Agustín los que se convierten en profetas. También él fue antes un disoluto y un hombre de mundo.

Yo sentía desconfianza y no quería dejarme dominar por él. Así contesté muy indiferente:

–¡Sí, cada cual según su gusto! A mí, si quieres que te sea sincero, no me interesa ser profeta o algo parecido.

Demian me lanzó una mirada inteligente con ojos ligeramente entornados.

–Querido Sinclair –dijo lentamente–, no tenía intención de molestarte. Además, ninguno de los dos sabemos con qué fin vacías ahora tu vaso. Pero aquello que tienes en tu interior, aquello que conforma tu vida, sí lo sabe; y es bueno tener conciencia de que en nosotros hay algo que lo sabe todo, lo quiere todo y lo hace todo mejor que nosotros. Pero, perdona, tengo que irme a casa.

Hermann Hesse. Demian

Pensamiento del día

Las ideas antiguas sólo dejan de tener validez cuando son reemplazadas por otras nuevas.

Es una difícil decisión elegir entre lo que queremos hacer y lo que debemos hacer, salvo en esas raras ocasiones en las que coinciden ambas opciones.

Me gusta la música, pero sólo como la que usted toca; música absoluta, en la que se siente que el hombre golpea las puertas del cielo y del infierno. Creo que me gusta tanto la música porque es poco moral. Todo lo demás lo es; y yo busco algo que no lo sea, la moral hace sufrir. – Hermann Hesse.

Conversaciones con Demian

No puedo recordar aquel tiempo sin cierta emoción. Otra vez intentaba reconstruir con sincero esfuerzo un «mundo luminoso» sobre las ruinas de un período de vida desmoronado. Otra vez vivía con el único deseo de acabar con lo tenebroso y malo en mi interior y de permanecer por completo en la claridad, de rodillas ante unos dioses. Al menos, el «mundo luminoso» de ahora era mi propia creación; ya no trataba de refugiarme y cobijarme en las faldas de mi madre y en la seguridad irresponsable. Era un nuevo espíritu de sumisión, creado y exigido por mí mismo, con responsabilidad y disciplina. La sexualidad bajo la que sufría y de la que siempre iba huyendo, se vería purificada en este fuego y convertida en espiritualidad y devoción. Ya no habría nada oscuro ni feo; se acabarían las noches en vela, las palpitaciones del corazón ante imágenes obscenas, el escuchar tras puertas prohibidas, la concupiscencia. En su lugar levantaría yo mi altar con la imagen de Beatrice; y, al consagrarme a ella, me consagraría al mundo del espíritu y a los dioses. La parte de vida que arrebataba a las fuerzas del mal, la sacrificaba a las de la luz. Mi meta no era el placer, sino la pureza; no la felicidad, sino la belleza y el espíritu.

Este culto a Beatrice transformó del todo mi vida. Todavía ayer un cínico precoz, era ahora sacerdote de un templo, con el deseo de convertirme en un santo. No sólo renuncié a la mala vida, a que me había acostumbrado, sino que intenté cambiar en todo e imbuir de pureza, nobleza y dignidad hasta el comer, el beber, el hablar y el vestir. Empezaba la mañana con abluciones frías, que en un principio me costaron gran esfuerzo de voluntad. Me comportaba seria y dignamente, andaba muy derecho, con paso lento y parsimonioso. Para un espectador todo aquello debía resultar ridículo; para mí, era puro culto divino.

Entre las nuevas actividades con que yo intentaba expresar el espíritu nuevo que me animaba, hubo una que adquirió gran importancia para mí. Empecé a pintar. Todo comenzó porque la pintura inglesa de Beatrice, que yo poseía, no se parecía del todo a aquella muchacha. Quería pintarla para mí. Con una alegría y una esperanza totalmente nuevas reuní en mi cuarto -hacía poco que tenía uno propio- papel, colores y pinceles y preparé paleta, vasos, platillos y lápices. Los finos colores de temple en sus pequeños tubos me entusiasmaban. Había entre ellos un verde fogoso que aún me parece ver resplandecer en el pequeño cuenco de porcelana blanca.

Empecé con cuidado. Pintar un rostro era difícil; preferí ensayarme antes con otros temas. Pinté ornamentos, flores, pequeños paisajes imaginarios, un árbol junto a una ermita, un puente romano con cipreses. A veces me perdía del todo en aquel juego, feliz como un niño con su caja de colores. Por fin, comencé a pintar a Beatrice.

Los primeros dibujos fracasaron y los tiré. Cuanto más intentaba imaginarme el rostro de la muchacha, a la que solía ver por la calle, menos lo conseguía. Por fin renuncié a ello y me puse a dibujar simplemente un rostro, siguiendo a mi fantasía y las direcciones que surgían del pincel y los colores. Resultó un rostro imaginario y no me disgustó. Seguí inmediatamente haciendo nuevos ensayos. Cada dibujo era más elocuente, se aproximaba más al tipo deseado, aunque no a la realidad.

Me fui acostumbrando más y más a trazar líneas con pincel soñador y a llenar superficies que no correspondían a modelo alguno y que resultaban un tanteo caprichoso del subconsciente. Un día pinté, casi sin darme cuenta, un rostro que me decía más que los anteriores. No era el rostro de aquella muchacha ni pretendía serlo. Era otra cosa, algo irreal pero no menos valioso. Parecía más una cabeza de muchacho que de muchacha; el pelo no era rubio sino castaño, con un matiz rojizo; la barbilla enérgica y firme contrastaba con la boca, que era como una flor roja: el conjunto resultaba un poco rígido, con algo de máscara, pero impresionante y lleno de vida secreta.

Cuando contemplé mi obra terminada, me hizo una extraña impresión. Me parecía una especie de ídolo o máscara sagrada, medio masculina, medio femenina, sin edad, a la vez enérgica y soñadora, tan rígida como misteriosamente viva. Este rostro me decía algo, me pertenecía, me exigía. Y además tenía un parecido con alguien, no sabía con quién.

El retrato acompañó durante un tiempo todos mis pensamientos, compartiendo mi vida. Lo guardaba en un cajón para que nadie lo encontrara y pudiera burlarse de mí. Pero cuando me hallaba a solas en mi cuartito, sacaba el retrato y conversaba con él. Por la noche lo sujetaba con un alfiler a la pared, frente a mi cabecera, y lo contemplaba hasta dormirme; y por la mañana le dedicaba mi primera mirada.

Hermann Hesse. Demian

Conversaciones con Demian

En el mismo parque donde había encontrado en el otoño a Alfons Beck, vi al comenzar la primavera, precisamente cuando los matorrales empezaban a ponerse verdes, a una muchacha que me llamó la atención. Yo había salido a pasear solo, lleno de pensamientos y preocupaciones desagradables porque mi salud estaba debilitada y además me encontraba constantemente en apuros económicos: debía ciertas cantidades a mis compañeros, tenía que inventar gastos necesarios para que me mandaran algo de casa, y había dejado acumular en varias tiendas cuentas de cigarros y cosas por el estilo. No es que estas preocupaciones fueran muy profundas; cuando mi estancia en el colegio tocara a su fin y yo me suicidara o fuera encerrado en un correccional, pensaba, todas estas minucias tampoco tendrían ya mucha importancia. Sin embargo, vivía constantemente cara a cara con estas cosas tan feas y sufría. Aquel día de primavera encontré en el parque a una muchacha que me atrajo mucho. Era alta y delgada, iba vestida elegantemente y tenía un rostro inteligente, casi de muchacho. Me gustó en seguida. Pertenecía al tipo de mujer que yo admiraba y empezó a ocupar mi fantasía. No sería mucho mayor que yo, pero estaba más hecha; era elegante y bien definida, casi ya una mujer, y tenía un aire de gracia y juventud en el rostro que me cautivó.

Nunca había conseguido acercarme a una chica de la que estuviera enamorado, y tampoco esta vez lo conseguí. Pero la impresión que me hizo fue más profunda que todas las anteriores y la influencia de este enamoramiento sobre mi vida fue decisiva.

De pronto volvió a alzarse ante mis ojos una imagen sublime y venerada. ¡Ah! ¡Ninguna necesidad, ningún deseo en mí tan profundo y fuerte como el de venerar y adorar! Le puse el nombre de Beatrice, nombre que conocía, sin haber leído a Dante, por una pintura inglesa cuya reproducción guardaba: una figura femenina, prerrafaelista, de esbeltos y largos miembros, cabeza fina y alargada y manos y rasgos espiritualizados. Mi joven y bella muchacha no se le parecía del todo, aunque tenía esa esbeltez un poco masculina que tanto me gustaba y algo de la espiritualidad del rostro.

Nunca crucé con Beatrice ni una palabra. Sin embargo, ejerció en aquella época una influencia profundísima sobre mí. Colocó ante mí su imagen, me abrió un santuario, me convirtió en un devoto que reza en un templo. De la noche a la mañana dejé de participar en las juergas y correrías nocturnas. De nuevo podía estar solo. Recobré el gusto por la lectura, por los largos paseos.

Esta súbita conversión me hizo blanco de todas las burlas. Pero ahora tenía algo que querer y venerar; tenía otra vez un ideal, la vida volvía a rebosar de intuiciones y misteriosos presagios; y aquello me inmunizaba. Volvía a encontrarme a mí mismo, aunque como esclavo y servidor de una imagen venerada.

Hermann Hesse. Demian

Conversaciones con Demian

Mi fe religiosa había sufrido entretanto bastante deterioro; sin embargo, mis pensamientos, influenciados por Demian, se diferenciaban de aquellos de mis compañeros que habían llegado al escepticismo total. Había unos cuantos que ocasionalmente dejaban caer frases sobre lo ridículo e indigno que era creer aún en Dios y en historietas tales como la Santísima Trinidad y la Inmaculada Concepción, y que opinaban que era una vergüenza seguir contando todavía semejantes patrañas. Yo no pensaba así en absoluto. Aun en los casos de duda, conocía a través de las experiencias de mi niñez la realidad de una vida piadosa como la que llevaban mis padres, y sabía que no era indigna ni falsa. Es más: seguía sintiendo el mayor respeto por lo religioso. Pero Demian me había acostumbrado a considerar e interpretar los relatos y dogmas religiosos con más libertad y personalidad, con más fantasía; por lo menos yo seguía siempre con agrado las interpretaciones que él me proponía, aunque muchas me parecieran demasiado extremistas, como la historia de Caín. Una vez, sin embargo, llegó a asustarme durante la clase de religión con una teoría aún más atrevida. El profesor había hablado del Gólgota. El relato bíblico de la Pasión y Muerte del Salvador me había impresionado mucho ya desde niño; cuando mi padre nos leía en Viernes Santo la historia de la Pasión, yo vivía profundamente emocionado en ese mundo dolorosamente hermoso de Getsemani y del Gólgota, pálido y fantasmal pero tremendamente vivo. Cuando escuchaba La Pasión según San Mateo, de Bach, el sombrío y poderoso fulgor del dolor que irradiaba aquel mundo misterioso me inundaba con estremecimientos místicos. Aun hoy esta música y el Actus tragicus son para mí la quintaesencia de la poesía y la expresión artística.

Al final de aquella clase, Demian me dijo muy pensativo:

–Hay algo, Sinclair, que no me gusta. Vuelve a leer la historia y analízala bien; verás que tiene un sabor falso. Me refiero a los dos ladrones. ¡Es grandioso el cuadro de las tres cruces erguidas allá, sobre la colina! ¿Para qué nos vienen con la historia sentimental del buen ladrón? Primero fue un criminal y cometió Dios sabe cuántos delitos; después se desmorona y celebra verdaderos festines de arrepentimiento y contrición. ¿Me puedes decir qué sentido tiene ese arrepentimiento a dos pasos de la tumba? No es más que la típica historia de curas, dulzona, falsa y sentimentalona con fondo muy edificante. Si hoy tuvieras que escoger de entre los dos hombres a uno como amigo, o tuvieras que decidirte por uno para darle tu confianza, seguro que no elegirías a ese converso llorón. No, elegirías al otro, que es todo un hombre y tiene carácter; le importa tres pitos la conversión, que, dada su situación, no puede ser más que palabrería, y sigue su camino hasta el final, sin renegar en el último momento cobardemente del demonio que le había ayudado hasta entonces. Es un carácter; y los hombres con carácter quedan siempre malparados en la Biblia. Quizá fuera un descendiente de Caín; ¿tú que crees?

Me quedé consternado. Había creído estar totalmente familiarizado con la historia de la Pasión y ahora descubría con qué poca personalidad, imaginación y fantasía la había escuchado y leído. Sin embargo, el nuevo pensamiento de Demian me sonaba muy mal y amenazaba conceptos cuya existencia me creía obligado a salvar. No, no se podía jugar así con las cosas, incluso con las más sagradas. El, como siempre, notó inmediatamente mi resistencia, antes de que yo dijera algo.

–Ya sé –dijo resignado–, es la eterna historia. ¡El caso es no ser consecuente! Pero te voy a decir una cosa: éste es uno de los puntos en los que aparecen con toda claridad los fallos de nuestra religión. El Dios del Antiguo y Nuevo Testamento es, en efecto, una figura extraordinaria; pero no es lo que debe representar. Él es lo bueno, lo noble, lo paternal, lo hermoso, y, también, lo elevado y lo sentimental. ¡De acuerdo! Sin embargo, el mundo se compone de otras cosas; y éstas se adjudican simplemente al diablo, escamoteando y silenciando toda una mitad del mundo. Se venera a Dios como padre de la vida, negando al mismo tiempo la vida sexual, sobre la que se basa la vida misma, declarándola diabólica y pecaminosa. No tengo nada en contra de que se venere al Dios Jehová. ¡En absoluto! Pero opino que deberíamos santificar y venerar al mundo en su totalidad, no sólo a esa mitad oficial, separada artificialmente. Por lo tanto, deberíamos tener un culto al demonio junto al culto divino. Sería lo justo. O si no, habría que crear un dios que integrara en sí al diablo y ante el que no tuviéramos que cerrar los ojos cuando suceden las cosas más naturales de la vida.

Demian –en contra de su costumbre– se había acalorado; mas en seguida volvió a sonreír y dejó de acosarme.

Sus palabras dieron en el misterio de mis años infantiles, misterio que sentía en cada momento y del que no había dicho ni una palabra a nadie. Lo que dijo Demian sobre Dios y el demonio, sobre el mundo oficial y divino frente al mundo demoníaco silenciado, correspondía a mi propio pensamiento, a mi mito, a mi idea de los dos mundos o mitades, la clara y la oscura. El descubrimiento de que mi problema era el de todos los seres humanos, un problema de toda vida y todo pensamiento, se cernió de pronto sobre mí como una sombra divina y me llenó de temor y respeto al ver y sentir que mi vida y mis pensamientos más íntimos y personales participaban de la eterna corriente del pensamiento humano. El descubrimiento no fue alegre, aunque sí alentador y reconfortante. Era duro y áspero, porque encerraba en sí responsabilidad, soledad y despedida definitiva de la infancia.

Revelando por primera vez en mi vida un secreto tan íntimo, conté a mi amigo los conceptos, tan arraigados desde mi infancia, de los «dos mundos»; y él se dio cuenta en seguida de que, en lo más profundo, yo aceptaba sus razonamientos. Pero no era su estilo aprovecharse de ello. Me escuchó con más atención que nunca, mirándome fijamente a los ojos, hasta que tuve que apartar los míos porque volví a sorprender en su mirada aquella extraña intemporalidad casi animal, aquella inconcebible antigüedad. místicos. Aun hoy esta música y el Actus tragicus son para mí la quintaesencia de la poesía y la expresión artística.

–Ya hablaremos otro día –dijo con cuidado–. Veo que piensas más de lo que puedes expresar. Claro que si es así te darás cuenta también de que nunca has vivido completamente lo que piensas; y eso no es bueno. Sólo el pensamiento vivido tiene valor. Hasta ahora has sabido que tu «mundo permitido» sólo era la mitad del mundo y has intentado escamotear la otra mitad, como hacen los curas y los profesores. ¡Pero no lo conseguirás! No lo consigue nadie que haya empezado a pensar.

Sus palabras me llegaron al alma.

–Pero –exclamé casi gritando– hay cosas verdaderamente feas y prohibidas; ¡no puedes negarlo! Están prohibidas y tenemos que renunciar a ellas. Yo sé que existen el crimen y los vicios; pero porque existan no voy yo a convertirme en un criminal.

–Hoy no agotaremos el tema –me tranquilizó Max–. Desde luego, no vas a asesinar o violar muchachas, no. Pero aún no has llegado al punto en que se ve con claridad lo que significa en el fondo «permitido» y «prohibido». Has descubierto sólo una parte de la verdad. Ya vendrá el resto, no te preocupes. Por ejemplo: desde hace un año sientes en ti un instinto, que pasa por «prohibido», más fuerte que todos los demás. Los griegos y muchos otros pueblos, en cambio, han divinizado este instinto y lo han venerado en grandes fiestas. Lo «prohibido» no es algo eterno; puede variar. También hoy cualquiera puede acostarse con una mujer si antes ha ido al sacerdote y se ha casado con ella. En otros pueblos es de otra manera. Por eso cada uno tiene que descubrir por sí mismo lo que le está prohibido. Se puede ser un gran canalla y no hacer jamás algo prohibido. Y viceversa. Probablemente es una cuestión de comodidad. El que es demasiado cómodo para pensar por su cuenta y erigirse en su propio juez, se somete a las prohibiciones, tal como las encuentra. Eso es muy fácil. Pero otros sienten en sí su propia ley; a esos les están prohibidas cosas que los hombres de honor hacen diariamente y les están permitidas otras que normalmente están mal vistas. Cada cual tiene que responder de sí mismo.

De pronto, como si se arrepintiera de haber hablado tanto, enmudeció. Ya entonces intuía yo de forma aproximada lo que Demian sentía cuando actuaba así; pues aunque solía exponer sus ideas de una manera muy agradable y aparentemente ligera, detestaba «hablar por hablar», como me dijo un día. Notaba en mí que, junto al auténtico interés, había demasiado juego, demasiado placer en el parloteo intelectual; en una palabra, falta de absoluta seriedad.

Hermann Hesse. Demian