Entre el centeno

Resplandor en el centeno

Hace ya algunos años que leí «El guardián entre el centeno» de J.D. Salinger, un libro considerado por muchos como un clásico de la literatura universa y no sé cuántas cosas más. Yo no; la primera vez que lo leí me pareció un libro del que lo único aprovechable era su frase final:

No cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo.

Recientemente decidí volver a darle otra oportunidad porque quizás ahora tendría una lectura distinta a entonces. He de decir que ha sido distinta, de verdad, creo que tiene un par de frases aprovechables pero me sigue pareciendo una obra demasiado sobrevalorada para lo que realmente ofrece. Holden Cauldfield, el protagonista, es un crío con el que no me identifico absolutamente en nada, y no creo que para que un libro te guste debes sentirte identificado con el personaje principal, pero es que en este caso siento aversión. Creo que es eso, mi rechazo frontal a su forma de ser.

No obstante, aquí van un par de fragmentos seleccionados que me han parecido especialmente interesantes. Como este:

No podía entenderlo, se lo juro. Cuando empezamos a salir juntos, le pregunté cómo podía aguantar a un tío como Al Pike. Jane me dijo que no era un creído, que lo que le pasaba es que tenía complejo de inferioridad. En mi opinión eso no impide que uno pueda ser también un cabrón. Pero ya saben como son las chicas. Nunca se sabe por dónde van a salir. Una vez presenté a un amigo mío a la compañera de cuarto de una tal Roberta Walsh. Se llamaba Bob Robinson y ése sí que tenía complejo de inferioridad. Se le notaba que se avergonzaba de sus padres porque decían «haiga» y «oyes» y porque no tenían mucho dinero. Pero no era un cabrón. Era un buen chico. Pues a la compañera de cuarto de Roberta Walsh no le gustó nada. Le dijo a Roberta que era un creído, y sólo porque le había dicho que era el capitán del equipo de debate. Nada más que por una tontería así. Lo malo de las chicas es que si un tío les gusta, por muy cabrón que sea te dicen que tiene complejo de inferioridad, y si no les gusta, ya puede ser buena persona y creerse lo peor del universo, que le consideran un creído. Hasta las más inteligentes, en eso son iguales.

O este otro:

—Me da la sensación de que avanzas hacia un fin terrible. Pero, sinceramente, no sé qué clase de… ¿Me escuchas?

—Sí.

Se le notaba que estaba tratando de concentrarse.

—Puede que a los treinta años te encuentres un día sentado en un bar odiando a todos los que entran y tengan aspecto de haber jugado al fútbol en la universidad. O puede que llegues a adquirir la cultura suficiente como para aborrecer a los que dicen «Ves a verla». O puede que acabes de oficinista tirándole grapas a la secretaria más cercana. No lo sé. Pero entiendes adónde voy a parar, ¿verdad?

—Sí, claro —le dije. Y era verdad. Pero se equivocaba en eso de que acabaré odiando a los que hayan jugado al fútbol en la universidad. En serio. No odio a casi nadie. Es posible que alguien me reviente durante una temporada, como me pasaba con Stradlater o Robert Ackley. Los odio unas cuantas horas o unos cuantos días, pero después se me pasa. Hasta es posible que si luego no vienen a mi habitación o no los veo en el comedor, les eche un poco de menos.

El señor Antolini se quedó un rato callado. Luego se levantó, se sirvió otro cubito de hielo, y volvió a sentarse. Se le notaba que estaba pensando. Habría dado cualquier cosa porque hubiera continuado la conversación a la mañana siguiente, pero no había manera de pararle. La gente siempre se empeña en hablar cuando el otro no tiene la menor gana de hacerlo.

—Está bien. Puede que no me exprese de forma memorable en este momento. Dentro de un par de días te escribiré una carta y lo entenderás todo, pero ahora escúchame de todos modos -me dijo. Volvió a concentrarse. Luego continuó-. Esta caída que te anuncio es de un tipo muy especial, terrible. Es de aquellas en que al que cae no se le permite llegar nunca al fondo. Sigue cayendo y cayendo indefinidamente. Es la clase de caída que acecha a los hombres que en algún momento de su vida han buscado en su entorno algo que éste no podía proporcionarles, o al menos así lo creyeron ellos. En todo caso dejaron de buscar. De hecho, abandonaron la búsqueda antes de iniciarla siquiera. ¿Me sigues?

—Sí, señor.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Se levantó y se sirvió otra copa. Luego volvió a sentarse. Nos pasamos un buen rato en silencio.

—No quiero asustarte —continuó—, pero te imagino con toda facilidad muriendo noblemente de un modo o de otro por una causa totalmente inane.

Me miró de una forma muy rara y dijo:

—Si escribo una cosa, ¿la leerás con atención?

—Claro que sí —le dije. Y así lo hice. Aún tengo el papel que me dio. Se acercó a un escritorio que había al otro lado de la habitación y, sin sentarse, escribió algo en una hoja de papel. Volvió con ella en la mano y se instaló a mi lado.

—Por raro que te parezca, esto no lo ha escrito un poeta. Lo dijo un psicoanalista que se llamaba Wilhelm Stekel. Esto es lo que… ¿Me sigues?

—Sí, claro que sí.

—Esto es lo que dijo: «Lo que distingue al hombre insensato del sensato es que el primero ansia morir orgullosamente por una causa, mientras que el segundo aspira a vivir humildemente por ella.»
Se inclinó hacia mí y me dio el papel. Lo leí y me lo metí en el bolsillo. Le agradecí mucho que se molestara, de verdad. Lo que pasaba es que no podía concentrarme. ¡Jo! ¡Qué agotado me sentía de repente! Pero se notaba que el señor Antolini no estaba nada cansado. Curda, en cambio, estaba un rato.

—Creo que un día de estos —dijo—, averiguarás qué es lo que quieres. Y entonces tendrás que aplicarte a ello inmediatamente. No podrás perder ni un solo minuto. Eso sería un lujo que no podrás permitirte.
Asentí porque no me quitaba ojo de encima, pero la verdad es que no le entendí muy bien lo que quería decir. Creo que sabía vagamente a qué se refería, pero en aquel momento no acababa de entenderlo. Estaba demasiado cansado.

—Y sé que esto no va a gustarte nada —continuó—, pero en cuanto descubras qué es lo que quieres, lo primero que tendrás que hacer será tomarte en serio el colegio. No te quedará otro remedio. Te guste o no, lo cierto es que eres estudiante. Amas el conocimiento. Y creo que una vez que hayas dejado atrás las clases de Expresión Oral y a todos esos Vicens…

—Vinson —le dije. Se había equivocado de nombre, pero no debí interrumpirle.

—Bueno, lo mismo da. Una vez que los dejes atrás, comenzarás a acercarte —si ése es tu deseo y tu esperanza— a un tipo de conocimiento muy querido de tu corazón. Entre otras cosas, verás que no eres la primera persona a quien la conducta humana ha confundido, asustado, y hasta asqueado. Te alegrará y te animará saber que no estás solo en ese sentido. Son muchos los hombres que han sufrido moral y espiritualmente del mismo modo que tú. Felizmente, algunos de ellos han dejado constancia de su sufrimiento. Y de ellos aprenderás si lo deseas. Del mismo modo que alguien aprenderá algún día de ti si sabes dejar una huella. Se trata de un hermoso intercambio que no tiene nada que ver con la educación. Es historia. Es poesía.

Se detuvo y dio un largo sorbo a su bebida. Luego volvió a la carga. ¡Jo! ¡Se había disparado! No traté de pararle ni nada.

—Con esto no quiero decir que sólo los hombres cultivados puedan hacer una contribución significativa a la historia de la humanidad. No es así. Lo que sí afirmo, es que si esos hombres cultos tienen además genio creador, lo que desgraciadamente se da en muy pocos casos, dejan una huella mucho más profunda que los que poseen simplemente un talento innato. Tienden a expresarse con mayor claridad y a llevar su línea de pensamiento hasta las últimas consecuencias. Y lo que es más importante, el noventa por ciento de las veces tienen mayor humildad que el hombre no cultivado. ¿Me entiendes lo que quiero decir?

—Sí, señor.

Permaneció un largo rato en silencio. No sé si les habrá pasado alguna vez, pero es muy difícil estar esperando a que alguien termine de pensar y diga algo. Dificilísimo. Hice esfuerzos por no bostezar. No es que estuviera aburrido —no lo estaba—, pero de repente me había entrado un sueño tremendo.

—La educación académica te proporcionará algo más. Si la sigues con constancia, al cabo de un tiempo comenzará a darte una idea de la medida de tu inteligencia. De qué puede abarcar y qué no puede abarcar. Poco a poco comenzarás a discernir qué tipo de pensamiento halla cabida más cómodamente en tu mente. Y con ello ahorrarás tiempo porque ya no tratarás de adoptar ideas que no te van, o que no se avienen a tu inteligencia. Sabrás cuáles son exactamente tus medidas intelectuales y vestirás a tu mente de acuerdo con ellas.

De pronto, sin previo aviso, bostecé. Sé que fue una grosería, pero no pude evitarlo. El señor Antolini se rió:

—Vamos —dijo mientras se levantaba—. Haremos la cama en el sofá.

Y esta última frase me gusta porque aparece, en su versión original en inglés, en el anime de Ghost in the Shell.

Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así no tendría que hablar. Si querían decirme algo, tendrían que escribirlo en un papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar el resto de mi vida.

Toy Story 3

Hoy he visto a Totoro en una película de Pixar, qué extraño… La historia es la siguiente:

  1. John Lasseter es fan de toda la vida de Hayao Miyazaki, así que supervisa el doblaje al inglés de «El viaje de Chihiro».
  2. Hayao Miyazaki decide visitar el cuartel general de Pixar, así que se presenta allí con una reproducción gigante de la cabeza del «Gatobus» que aparece en su película, además de un concept art de «El castillo errante de Howl» firmado y dedicado.
  3. John Lasseter prepara un cameo de Totoro en su próxima película, Toy Story 3.

Por si fuera poco, Pixar pide a los Gipsy Kings que se marquen una versión rumbera de la canción «You’ve Got a Friend in Me» para amenizar los créditos de la película. Esta gente no deja de sorprender…

Por cierto, la película no es una obra maestra pero está muy bien realizada y es para toda la familia, desde el nieto al abuelo. Estos sí que saben cómo diversificar su nicho de mercado.

Llévame a la Luna

«Fly Me to the Moon» es un clásico popular escrito por Bart Howard en 1954 siendo su título original «In Other Words». La primera grabación data de 1954 a cargo de Kaye Ballard, aunque no sería hasta la publicación en 1956 de Let Me Love You, el álbum de Johnny Mathis, que sería la primera vez que apareció el título «Fly Me to the Moon» impreso en el estuche de un disco. Fue entonces cuando la canción comenzó a ser conocida popularmente como «Fly Me to the Moon» por su primer verso, y después de unos pocos años se llegó a un consenso y se cambió su título oficial.

Frank Sinatra la grabó en el álbum It Might as Well Be Swing en 1964 con Count Basie al piano y con Quincy Jones como director de la big band que acompañaba al pianista. Los arreglos de Quincy Jones se han convertido en la versión más conocida en todo el mundo ya que cambió el ritmo original de vals de 3/4 a uno con un toque más de swing de 4/4. Esta grabación de Sinatra tuvo tanto éxito que fue la banda sonora durante el paseo orbital de la misión Apolo 10 y de nuevo en la propia superficie lunar durante el aterrizaje del Apolo 11.

Desde la primera grabación, la canción ha sido interpretada por multitud de artistas y ha sido versionada por otros tantos, habiendo aparecido en muchas bandas sonoras de películas y series de televisión. Un ejemplo es esta versión en bossa-nova que aparecía en los créditos finales de la serie de animación Neon Genesis Evangelion.