Conversaciones con Demian

No puedo recordar aquel tiempo sin cierta emoción. Otra vez intentaba reconstruir con sincero esfuerzo un «mundo luminoso» sobre las ruinas de un período de vida desmoronado. Otra vez vivía con el único deseo de acabar con lo tenebroso y malo en mi interior y de permanecer por completo en la claridad, de rodillas ante unos dioses. Al menos, el «mundo luminoso» de ahora era mi propia creación; ya no trataba de refugiarme y cobijarme en las faldas de mi madre y en la seguridad irresponsable. Era un nuevo espíritu de sumisión, creado y exigido por mí mismo, con responsabilidad y disciplina. La sexualidad bajo la que sufría y de la que siempre iba huyendo, se vería purificada en este fuego y convertida en espiritualidad y devoción. Ya no habría nada oscuro ni feo; se acabarían las noches en vela, las palpitaciones del corazón ante imágenes obscenas, el escuchar tras puertas prohibidas, la concupiscencia. En su lugar levantaría yo mi altar con la imagen de Beatrice; y, al consagrarme a ella, me consagraría al mundo del espíritu y a los dioses. La parte de vida que arrebataba a las fuerzas del mal, la sacrificaba a las de la luz. Mi meta no era el placer, sino la pureza; no la felicidad, sino la belleza y el espíritu.

Este culto a Beatrice transformó del todo mi vida. Todavía ayer un cínico precoz, era ahora sacerdote de un templo, con el deseo de convertirme en un santo. No sólo renuncié a la mala vida, a que me había acostumbrado, sino que intenté cambiar en todo e imbuir de pureza, nobleza y dignidad hasta el comer, el beber, el hablar y el vestir. Empezaba la mañana con abluciones frías, que en un principio me costaron gran esfuerzo de voluntad. Me comportaba seria y dignamente, andaba muy derecho, con paso lento y parsimonioso. Para un espectador todo aquello debía resultar ridículo; para mí, era puro culto divino.

Entre las nuevas actividades con que yo intentaba expresar el espíritu nuevo que me animaba, hubo una que adquirió gran importancia para mí. Empecé a pintar. Todo comenzó porque la pintura inglesa de Beatrice, que yo poseía, no se parecía del todo a aquella muchacha. Quería pintarla para mí. Con una alegría y una esperanza totalmente nuevas reuní en mi cuarto -hacía poco que tenía uno propio- papel, colores y pinceles y preparé paleta, vasos, platillos y lápices. Los finos colores de temple en sus pequeños tubos me entusiasmaban. Había entre ellos un verde fogoso que aún me parece ver resplandecer en el pequeño cuenco de porcelana blanca.

Empecé con cuidado. Pintar un rostro era difícil; preferí ensayarme antes con otros temas. Pinté ornamentos, flores, pequeños paisajes imaginarios, un árbol junto a una ermita, un puente romano con cipreses. A veces me perdía del todo en aquel juego, feliz como un niño con su caja de colores. Por fin, comencé a pintar a Beatrice.

Los primeros dibujos fracasaron y los tiré. Cuanto más intentaba imaginarme el rostro de la muchacha, a la que solía ver por la calle, menos lo conseguía. Por fin renuncié a ello y me puse a dibujar simplemente un rostro, siguiendo a mi fantasía y las direcciones que surgían del pincel y los colores. Resultó un rostro imaginario y no me disgustó. Seguí inmediatamente haciendo nuevos ensayos. Cada dibujo era más elocuente, se aproximaba más al tipo deseado, aunque no a la realidad.

Me fui acostumbrando más y más a trazar líneas con pincel soñador y a llenar superficies que no correspondían a modelo alguno y que resultaban un tanteo caprichoso del subconsciente. Un día pinté, casi sin darme cuenta, un rostro que me decía más que los anteriores. No era el rostro de aquella muchacha ni pretendía serlo. Era otra cosa, algo irreal pero no menos valioso. Parecía más una cabeza de muchacho que de muchacha; el pelo no era rubio sino castaño, con un matiz rojizo; la barbilla enérgica y firme contrastaba con la boca, que era como una flor roja: el conjunto resultaba un poco rígido, con algo de máscara, pero impresionante y lleno de vida secreta.

Cuando contemplé mi obra terminada, me hizo una extraña impresión. Me parecía una especie de ídolo o máscara sagrada, medio masculina, medio femenina, sin edad, a la vez enérgica y soñadora, tan rígida como misteriosamente viva. Este rostro me decía algo, me pertenecía, me exigía. Y además tenía un parecido con alguien, no sabía con quién.

El retrato acompañó durante un tiempo todos mis pensamientos, compartiendo mi vida. Lo guardaba en un cajón para que nadie lo encontrara y pudiera burlarse de mí. Pero cuando me hallaba a solas en mi cuartito, sacaba el retrato y conversaba con él. Por la noche lo sujetaba con un alfiler a la pared, frente a mi cabecera, y lo contemplaba hasta dormirme; y por la mañana le dedicaba mi primera mirada.

Hermann Hesse. Demian

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